El primer tramo de esa recta se caracteriza por la ausencia de conciencia temporal, elemento consustancial a esa etapa de la vida conocida como infancia. La ausencia de esa conciencia del tiempo es visible en los niños, sobre todo, por su incapacidad para la espera en la satisfacción de un deseo. Cuando manifiestan un deseo, siempre es para su satisfacción inmediata. Si no sucede así, se irritan y protestan ruidosamente, y ese comportamiento se debe, claro está, a su falta de conciencia temporal.
Con la misma velocidad con que las personas ascienden por esa recta en el plano, los inevitables conflictos de la vida real introducen el factor tiempo en sus vidas, porque el reconocimiento del tiempo es inherente a la aparición de conflictos y el abandono de la intemporalidad es el peaje necesario para iniciarse en alguna forma de madurez.
Abandonada la intemporalidad, la percepción humana del tiempo es fragmentaria, vinculada a sus oportunidades vitales. Los deseos, apetitos, ambiciones e instintos, se inscriben en marcos temporales concretos que permitan su realización. Todavía el tiempo opera como un ámbito de oportunidades. Las oportunidades de ganar una oposición, de conseguir una pareja, de conocer un paisaje, de hablar otro idioma, de tener una casa. Deseos y necesidades, mas o menos realizables, cada uno con su horizonte temporal concreto. Secciones cortas y determinadas de esa recta temporal, de la que aun no se perciben los límites.
Con esa temporalidad fragmentada, los deseos, y su realización, o no, los hombres entran en el segmento de la recta caracterizado por los dientes de sierra. La capacidad humana para formular deseos es prácticamente infinita, pero la probabilidad de verlos todos realizados es igual a cero, lo que consolida esa imagen geométrica oscilante en el plano, como un fiel reflejo de la etapa central del viaje diagonal que constituyen los avatares humanos.
Las tensiones entre deseos y realizaciones humanas y su consiguiente deslizamiento por la recta de la vida, terminan por disminuir o agotar las energías de los hombres para la superación de los conflictos y la formulación de nuevas metas temporales concretas, con lo que tienden a salir del segmento oscilante de la recta, a instalarse en la estabilidad, en dirección a un ámbito temporal marcado por la omnipresencia y el límite, en el que ya es reconocible el transcurso de las horas del día, como fragmentos indisolubles del tiempo como un todo, con un límite marcado por nuestra incapacidad de perdurar en el, una magnitud que nos supera, imposible de fragmentar, salvo por medio del artificio del engaño que prescinde de su condición de fenómeno continuo.
Es en ese contexto que la percepción del transcurso de las horas del día se evade de la condición artificialmente fragmentaria del tiempo de la vida. Tiempo, existencia y un cierto sentido contemplativo, se amalgaman en ese continuo temporal existencial, se salen de las limitaciones del plano, se alejan del artificio de abscisas y ordenadas que las encorsetaba, ofreciendo una sensación de plenitud que alcanza las múltiples dimensiones de lo humano. Estoy hablando, naturalmente, de la jubilación.
Lohengrin. 04/07
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