viernes, 10 de enero de 2020

ARIEL

"Hoy no bajo al Maravillas, porque ayer tuve una bronca con un colega a cuenta de la inmigración en este país. Simplemente nuestro punto de vista era distinto, considerando que los inmigrantes por aquí ya suman cinco millones, yo no puedo creer que todos sean vagos y maleantes. Supongamos --que es mucho suponer-- que un millón lo son, los otros cuatro nos ayudan a pagar las pensiones, ¿no?. Pues, ya ven, esa diferencia de criterio propició una batalla dialéctica a grito pelado de la que ahora me arrepiento. Por eso, no bajo hoy al Maravillas, prefiero quedarme aquí tranquilamente, publicando una historia mía, que dormía en el montón de papeles viejos y forma parte de uno de mis libros autoeditados, "Ariel Pardal".

 "La infancia de Ariel se prolongó hasta los doce años, cuando se interrumpió de forma abrupta el día en que lo depositaron, vestido con pantalón de golf, chaleco sin mangas y gafas redondas, en el vestíbulo de una consultoría fiscal, para abrir la puerta a los clientes, introducir a las visitas y liar cigarrillos con una máquina Victoria provista de una tolva para cargar el tabaco en rama y un rodillo de loneta por el que, después de cargar el papel y una porción de tabaco, salía el cigarrillo, aceptablemente manufacturado, para el jefe.

 Frente a su mesa de meritorio, en un despacho contíguo, se sentaba la secretaria de su jefe, y la visión de sus piernas enfundadas en medias negras, ocupaba buena parte de su tiempo de trabajo. Cuando, una mañana de primavera, abrió la puerta, entró una mujer espectacular envuelta en una nube de perfume de violetas y se escuchó el percutir de los cerrojos detrás de la puerta de la sección de Asesoría Laboral, con aquella aparición dentro, la infancia de Ariel quedó definitivamente enterrada, bajo el peso de aquellos cerrojos y aquel perfume, para siempre.

En aquel lugar de trabajo permaneció Ariel hasta que entró en edad militar. Durante esa década, en la que tuvo otros pluriempleos, aprendió, de su incursión en la contabilidad de un empresario de pompas fúnebres que la gente se muere más en noviembre, de su colaboración temporal en un negocio de óptica, que sus márgenes de beneficio alcanzaban el quinientos por ciento, y que en el mundo ficticio del sistema fiscal de la época, ningún rico pagaba impuestos, empezando por los agricultores poderosos que cultivaban naranjas cuyos huertos calificaban en sus declaraciones de "plantón", todavía sin producción, aunque la tuvieran, y siguiendo por el medio centenar largo de sociedades mercantiles, de cuyos libros de contabilidad llegó a ser responsable Ariel al término de su paso por la firma de asesoría fiscal, cuyo mundo de ficción era tan irreal como las publicaciones infantiles que habían estimulado la fértil imaginación de su infancia.

Aquel invierno había sido uno de los más fríos del siglo, y las calles del centro de Valencia se encontraban inusualmente cubiertas de nieve, los cielos grises mostraban el desarrollo de unas nubes muy potentes que crecían rápidamente y los grandes conglomerados de estorninos volaban en grupo bajo la dirección de su guía y desaparecían al encontrar refugio entre las ramas de las acacias del viejo cuartel abandonado.

Uno de esos pájaros se posó sobre la bayoneta calada de Ariel, que hacía su primera guardia en la garita de la jefatura del Sector Aéreo. Había sido destinado en la segunda sección de Estado Mayor y en los pasillos de aquella dependencia había un trasiego permanente de suboficiales que acudían para adquirir, a precio de saldo, cartones de tabaco y botellas de güisqui procedentes de los aviones militares que traían la mercancia desde la base aérea de Gando y la ponían a la disposición del jefe de la sección, un militar muy feo a quien llamaban el Comandante Hermoso.

 El comandante delegaba la distribución de esos codiciados productos en Ariel, a quien confiaba la llave del almacén, lo que le confería cierto prestigio entre los suboficiales de la Jefatura que demandaban los artículos procedentes del contrabando castrense.

 El periodo inicial de su servicio militar lo pasó Ariel en otro acuartelamiento, hoy reconvertido en sede de la policía, en un régimen de aislamiento, sin periódicos, radio ni comunicación alguna con el exterior, sin salidas a las horas de paseo, lo que tuvo el raro efecto de devolverle, cuando terminó su periodo de instrucción, a un mundo distinto y ajeno, en el que habían sucedido cosas de las que los reclutas nada sabían, como el asesinato de Kennedy y el descubrimiento del virus responsable de un trastorno neurológico que hasta entonces se atribuía a una deficiencia proteínica.

 El día que Ariel salió a la calle, después de cumplido su período de instrucción militar, descubrió que algo había cambiado en el exterior. La misma sensación que tienen los huéspedes de un establecimiento carcelario cuando salen a la calle por primera vez, después de cumplida su condena.

El  día que lo licenciaron, Ariel fué al cine con un colega. Proyectaban 'La Noche de la Iguana', y las imágenes de Ava Gardner bañándose en la nocturnidad del Pacífico, asediada por dos mulatos que tenía a su personal servicio, blandiendo sus maracas en medio del sopor tropical, junto a un paisaje de palmeras, orquídeas, mosquitos y zancudos, observada por un Richard Burton inmerso en los vapores del tequila y el meztcal, se le grabaron en la memoria de modo permanente, sepultando, de paso, la mediocre experiencia de su tránsito por la vida militar obligatoria."

Lo dejo. Es hora de bajar a por tabaco al kiosco.

Un saludo cibernauta.

En fin. Ariel.

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN) 10 01 20.

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