viernes, 2 de febrero de 2007

DEMOCRACIAS

La lenta cadencia de la tarde se desliza entre la luz invernal. Los miles de estorninos que habitan el descuidado jardín del cuartel deshabitado duermen la siesta en silencio. Solo están despiertos unos cuantos individuos que vigilan para que las tórtolas invasoras no se apropien su territorio.

En mi gabinete, solo se escucha el zumbido del ventilador que refrigera el ordenador en marcha y el suave rumor del módem que me conecta al ciberespacio. En ese ambiente de relativo silencio, el timbre de la puerta suena como un aldabonazo. No es nadie. El repartidor de gas butano se empeña en llamar aquí, a pesar de que hace tiempo que uso gas natural. O era el del agua mineral? No sé. No es nadie.

Una bandada de palomos se acerca a los árboles que se ven tras la ventana, pero su vuelo rasante es desbaratado por los centinelas que defienden el territorio estornino.

Una o dos tórtolas consiguen infiltrarse en las ramas libres. Dentro de unas horas, las gaviotas que han pasado el día en los vertederos, poniéndose ciegas de basura, volarán hacia el mar, en ruta hacia sus dormideros. No estoy en un observatorio de aves. Es mi barrio, que es así. Un lugar habitado por las aves urbanas, que encuentran en la gran cantidad de árboles y espacios verdes un entorno adecuado a sus necesidades, y en la cercana fuente ornamental agua abundante.

Un barrio fronterizo, cercano a un espacio de edificios verticales construido en el tardo franquismo para alojar a los parias de entonces, que malvivían en chabolas, y que en su mayoría han vendido esos alojamientos, ocupados ahora por otros parias, porque el ejército de los pobres de este país, que en tiempos de Marcelino Camacho eran ocho millones, ha cambiado su composición, pero su número no ha disminuido.

Tomo café junto a ellos, con frecuencia. Los conozco. Son vendedores de mercado, de flores, de bisutería, de ropa usada, de perfumes falsos y cosas así. Eso los que trabajan.

También hay un buen número de enfermos mentales, esquizofrénicos, gentes a los que las drogas les han dejado secuelas o daños cerebrales. Hay jóvenes que alternan períodos de trabajo, con periodos de desocupación: peones de la construcción, pintores de brocha gorda, camareros o vendedores de telefonía. Predicadores evangélicos, que montan iglesias dirigidas a la etnia gitana, y supongo que camellos que trapichean con el menudeo de sustancias prohibidas.

En el Bar, no se distinguen unos de otros, son solo gentes que bajan a tomarse su café con leche, su copa de brandy, su mezcla de cazalla y mistela, su carajillo. También frecuentan el bar las mujeres, sobre todo gitanas; un par de profesoras del cercano colegio público, que desayunan aquí, y un montón de barrenderos, empleados de la limpieza, que dicen ahora, además de tres o cuatro jubilados entre los que me cuento.

Uno de ellos fue tramoyista, y, con su permiso, lo he utilizado para dar esa profesión a mi alter ego en un par de libros, uno terminado, otro estancado.

De vez en cuando, el camarero del bar tiene un altercado con algún orate que molesta a los clientes, pero nunca son cosas graves, ni violentas, todo se queda en puros desahogos verbales, aunque un par de veces al año, algún vecino de ese barrio se tira por la ventana, y queda certificada la marginalidad de sus habitantes, a despecho de los parques que tratan de disimular la degradación humana.

Una ancha avenida separa, evidenciando los distintos niveles de renta de sus habitantes, ese barrio de casas protegidas, del colindante, todo de viviendas de renta libre, lo que evidencia que la política de casas baratas del franquismo creaba guetos sociales y configuraba espacios urbanas marcados por tremendas desigualdades socioeconómicas, pero la política de casas caras de los últimos decenios años ha configurado una nueva generación, los jóvenes sin casa, que son una casta transversal universalmente jodida por esa política.

Hagan lo que hagan, no se como lo consiguen, los políticos siempre lo hacen mal.

Los que nunca hemos sido políticos tendemos a generalizar sus errores. Quizás si los ciudadanos de a pie pasáramos una temporada en la política activa, como en tiempos lo hacíamos en el servicio militar obligatorio, tendríamos una visión más ajustada de las dificultades de ese negocio público, y tal vez una mejor, o peor,-quien sabe- opinión de quienes ven las cosas desde otro punto de vista, en general, mas informado.

Aunque sospecho que el problema no es la mayor o menor información, que también, sino el sustrato ético de quienes actúan en función de la información de que disponen.

Esa información les llega por distintos canales, de los de abajo, a través de las encuestas, de los de arriba por medio de presiones para que tomen decisiones, a veces, no siempre, en contra de los intereses y necesidades de quienes les han confiado el voto seducidos por sus promesas o por la ideología que se les supone.

Uno de los problemas de la democracia española es que los votantes, en general, no están organizados para hacer un seguimiento del uso que se hace de sus votos, y solo les queda el recurso de la siguiente consulta electoral, al cabo de cuatro años.

Cuatro años es mucho tiempo para dejar la política en manos de los políticos, sin una forma organizada de seguimiento y control. El control judicial suele actuar cuando el daño está hecho y en casos puntuales y ejemplarizantes. Puede ocurrir que cuando tengas ocasión de ejercer un correctivo electoral, el daño sea demasiado grande y extenso para corregirlo con una mera alternancia política.

El denostado --por desconocimiento-- sistema estadounidense, funciona razonablemente porque los candidatos están mas ligados a sus circunscripciones, y es corriente la existencia de comités de votantes que se reúnen periódicamente para evaluar la labor de sus representantes. Así y todo, vemos lo que ha pasado cuando una sociedad tan organizada para controlar a sus políticos, cede a los estímulos del miedo y amplía en exceso los poderes de su presidencia. Aunque los últimos datos indican que esa misma sociedad comienza a reaccionar para corregir esos excesos.

Esa ausencia de comités de seguimiento entre los votantes de a pie, que haga llegar a los representantes políticos su visión de la distancia entre las promesas de los programas electorales y la ejecutoria política de sus representantes, y que reciba información suficiente y cotidiana de su actividad, no puede ser sustituida por los sondeos de opinión, demasiado sesgados por el ruido mediático, y más en este país donde los más importantes medios están cada día mas vinculados a unos u otros partidos, y la independencia informativa se repliega cada vez mas, debido a los fuertes intereses económicos que la condicionan de manera creciente y al sesgo ideológico que se imprime a los criterios de las redacciones, por los patrocinadotes y la propia clientela de esos periódicos, cada vez mas enredados en la trampa sectaria.

Como consecuencia de esa sectarización de la política española, promovida, en parte, por los mismos políticos, todo el mundo espera leer en su periódico, no lo que ha sucedido, sino lo que a el le gustaría leer sobre lo que ha sucedido, desde una posición previa de prejuicio sectario. Son pocos --supongo-- los ciudadanos que leen habitualmente mas de un periódico, como son demasiado pocos los que se esfuerzan en hacer una interpretación personal de lo que leen, en lugar de repetir de una manera un tanto cruda, los argumentos que les transmiten.

Frente a la democracia casi exclusivamente mediática, y a los prejuicios sectarios, lo civilizado sería que los electores fueran capaces de una forma de control organizado, --los avances informáticos y el ciberespacio lo permiten-- que, junto al poder judicial, fueran capaces de impedir las frecuentes aberraciones que se perpetran a su costa, a veces para satisfacer intereses que no son transparentes. Para ello, naturalmente, deberían constituir grupos de análisis , capaces de recibir, estudiar y evaluar aquellas medidas, proyectos de ley e iniciativas legislativas que les afecten.

Las instituciones actuales, defensores del pueblo, organizaciones de consumidores y usuarios, ya realizan una función en ese sentido. No son suficientes. Nada puede sustituir la acción directa de los votantes en defensa del uso adecuado de su voto.

En ese sentido, el modelo estadounidense de comités de enlace entre los electores y sus representantes, salvo que inventemos algo mejor, es la pieza que le falta a la democracia española para dotarse de verdadero contenido y sustancia democrática, y no quedarse en una estructura formal donde los políticos, los medios de comunicación y los juristas, realizan lo que a veces uno percibe que es una pura representación teatral, marcada por los sondeos de opinión, y con los intereses económicos entre bambalinas, como únicos actores protagonistas.

Es claro que la gente de a pie, para organizarse, tendría que dedicar tiempo a esa tarea.

Es seguro también que pueden hacerlo. En la era de los teléfonos móviles y de Internet, esa dedicación, que antes podría ser una lata, ahora sería menos onerosa.

La posibilidad existe, pero el mayor obstáculo es, según mi parecer, la inercia de los ciudadanos forjados en la no participación, después de treinta años de democracia formal, ahora mas próxima que nunca a la democracia de espectáculo. Hay que reconocer que es mas fácil echar la culpa a los políticos de lo que pasa, que dedicar parte del tiempo libre a organizarse y tratar de influir en los asuntos que nos afectan.

A pesar de eso, la creciente presencia ciudadana en la política, por medio de los blogs, los chats, las páginas web, las comunicaciones en el ciberespacio en general, los sms, y los soportes que sin duda seguirán apareciendo, podría ser el síntoma de una nueva forma de organización horizontal y extendida, un movimiento incipiente que, unido a la creciente sensibilidad por los destrozos en el clima, transforme de modo irreversible los viejos modos de hacer política de la democracia formal, mas cerca de la retórica parlamentaria del siglo XIX, que de los intereses y necesidades de los nuevos habitantes del ciberespacio.

Lohengrin. 02/2007

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