¿Que esperaba, el hombre declinante, en sus continuos paseos? Acaso, ni el mismo lo sabía. Esperaba, por esperar. Paseaba una esperanza desesperada, sin ninguna finalidad, porque la espera lo mantenía vivo. Esperar, según mi viejo Espasa, es tener esperanza de conseguir lo que se desea; Creer que ha de suceder alguna cosa; Permanecer en un sitio donde se cree que ha de ir alguna persona; Detenerse en el obrar hasta que suceda algo. La espera del hombre declinante era una espera existencial, una actitud. No tenía esperanza alguna de conseguir algo, no creía que fuera a suceder alguna cosa, Tal vez pensaba ver a alguna persona, pero si era así, la realidad lo desmentía día a día, puesto que por mas que esperaba, a nadie veía. La última acepción de la espera es la que mejor define su conducta. Simplemente, se detuvo en el obrar hasta que sucediera algo, aunque no tenía ni la mas remota idea de lo que hubiera de suceder.
Un día, sin embargo, sucedió. La calle por la que acostumbraba pasear era una ancha avenida, abierta a los vientos de poniente y levante, no demasiado lejana del mar, un lugar enormemente ventoso, aun cuando el resto de la ciudad permaneciera en calma. Esa tarde soplaba de poniente y un vendaval transoceánico, después de cruzar el atlántico, entró por la costa de Portugal y cuando recorrió la meseta, se dejó caer sobre las tierras bajas, arrasando toda la vida vegetal que encontró a su paso. Con su fuerza ya muy menguada, empujó hasta la acera por donde paseaba el hombre declinante a una mujer con un vestido amarillo pálido de amplio vuelo, revuelto por las rachas de poniente. La tez morena, bronceada, de la mujer, favorecía el fulgor de su vestido y , aunque no era una belleza, sus brazos parecían torneados tan delicadamente que por fuerza --pensó el hombre que había hecho de la espera un modo de vida-- parecían el producto del trabajo artístico de un escultor renacentista que hubiera redescubierto el canon griego de la belleza.
La reconoció de inmediato. Era la misma mujer que conoció, a los diecisiete años, cuando era un adolescente indeciso, que asistía a las clases particulares que impartía su padre, en casa de la chica. Era ella, sin duda. Reconoció su rostro correcto, su frente ligeramente abombada, su expresión que reflejaba una inteligencia, un aplomo, un sentido común, que el estaba muy lejos de reconocer en si mismo, inmerso como estaba todavía en la inmadurez, la inseguridad y una timidez enfermiza propias del retardo en la madurez emocional con que la naturaleza aflige a muchos varones de esa edad, en comparación con las mujeres ya plenamente desarrolladas cuando alcanzan ese umbral de la vida adulta.
Ahora, al verla de nuevo, después de toda una vida de experiencias, comprendió que mientras duró esa relación, que no llegó a nada, ella le reprochara sutilmente, con gestos y medias palabras, su falta de madurez, su carácter imberbe, su timidez y su falta de decisión para construir alguna forma de relación duradera.
Le pareció evidente que entre ellos se produjo alguna atracción, una empatía, ese algo indefinible que nos hace preferir a una/uno entre otras/otros, y ahora tenía la sensación de que sus espíritus habrían evolucionado hacia una aventura común plena, satisfactoria, de no haber sido porque coincidieron en un punto del tiempo en que las diferencias en su maduración emocional eran demasiado contundentes.
La miró. Ella se detuvo a su lado, sin reconocerle. El hombre declinante tuvo por fin la sensación de que su espera desasosegada, sin objeto, cobraba, por fin, un sentido. Pensó que había esperado por que tenía esperanza de conseguir lo que deseaba. Que lo que mas había deseado en su vida era aquella mujer que vestía de amarillo pálido en medio del vendaval. Sintió haber creído siempre que esa presencia había de suceder. Que estaba en ese lugar, esperando, desde siempre, porque ella vendría. Que no estaba allí, un día tras otro, en vano, porque algo, tarde o temprano, sucedería..
Se dispuso a hablar a la mujer de amarillo, pero en ese momento, un hombre extraordinariamente parecido a el mismo, la tomó del brazo y se la llevó, en medio de una racha de viento. El poniente zarandeaba el vuelo de su vestido y la mujer, acompañada, desapareció de nuevo. Le quedó la sensación de haber visto un fantasma. Un fantasma de mujer vestida de amarillo pálido.
Lohengrin. 05/07
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