miércoles, 6 de noviembre de 2019

EL RETABLO DEL HOLANDÉS (1)

"Rebuscando entre los papeles viejos que mencioné en la entrada de ayer, he encontrado un relato corto --no tan corto como para publicarlo en una sola página-- inconcluso, sin fecha, que creo que me fué inspirado en una visita a Castellfullit de la Roca, un pueblo de montaña de Catalunya, hace más de una década.

O sea, que tengo material para varios días, sin necesidad de madrugar para ir al Maravas, aunque pienso seguir haciéndolo a la hora que el frío viento de las borrascas que nos visitan últimamente, amaine.

 "El retablo del holandés"

"El balido de una oveja que caía, despeñada, desde lo alto del farallón sobre el que se asienta el pueblo de Castellfullit,despertó a Van Der Reiten, quien se asomó a la ventana de su casucha, en aquella mañana brumosa del año de gracia de 1.498.

 El valle estaba completamente cubierto de bruma a aquella hora de la mañana y desde la casa que habitaba temporalmente el holandés, para cumplir el encargo que había recibido dos años antes, solo se veía esa panorámica algodonosa por debajo de la roca, que ocultaba los caminos y los campos de cultivo que se extendían por las tierras bajas.

Un mercader rico y piadoso le había confiado, por acuerdo de su comunidad, el encargo de pintar dos retablos para la iglesia románica de Sant Esteve, edificada en el siglo XII en la aldea de Abella. En el pirineo catalán había varios pueblos edificados en lo alto de una pared vertical, como los que el holandés había visto en tierras de Aragón, lo que permitía resolver la evacuación de aguas fecales. Castellfullit era uno de ellos, como Abella, donde se levantaba la iglesia que acogería sus retablos, que era un enclave construído al abrigo de una gran roca, a mas de novecientos metros de altura. En los fríos inviernos del Pirineo, cuando la nieve se acumulaba haciendo impracticabes los caminos, esas aldeas quedaban aísladas durante semanas del resto del mundo y ese clima duro, inclemente, el holandés lo veía reflejado, en ocasiones, en el carácter hosco y melancólico de algunas gentes que le habían contratado, poco dadas a la exteriorización de sus sentimientos, a leguas del ánimo más expansivo y bondadoso que el había podido apreciar en las gentes de las tierras bajas.

Esa introspección marcaba su sentido religioso y en los largos inviernos eran muchas las tardes dedicadas a pasar las cuentas del rosario frente a la chimenea. Tal vez, esa fuera la razón por la que le habían encargado, además de la Pietá, el retablo del Roser.

Ahora estaba terminando la Pietat, que le gustaba más que el otro, quizás porque había puesto en el todo el amor y la sabiduría de que era capaz. Aquel pintor gótico/renacentista reunía la maestría en la elección de la materia, debido al sabio soporte químico de su técnica pictórica, con una sensibiiidad muy acusada para el arte sacro y esa conjunción de inspiración y habilidad técnica puestas al servicio de la belleza, quedaba plasmada en los rojos, pardos y dorados presentes en cada una de las nueve escenas que componían el retablo de la Pietat.

El holandés se apartó de la ventana y puso un cuenco con leche de oveja sobre las brasas escarlatas de la chimenea mientras, con parsimonia, encendía el tabaco de la pipa de espuma que le acompañaba, junto a los trebejos del oficio, a todas partes. Esos gestos precedían el inicio de su jornada habitual en la casa de Castellfullit, desde hacía más de veinte meses, en que alcanzó el pueblo por primera vez, a lomos de una mula cuyos cascos hacían caer pèqueñas piedras que se deslizaban, ruidosas, por aquella pared vertical que convertía el pueblo en un lugar inexpugnable.

El holandés había llevado a vivir con el a una muchacha del pueblo, una bestezuela que siempre andaba con animales, sucia y desgreñada, a quien llamaban la porqueriza..."

(Continuará)

Lo dejo, mañana más, me bajo al Maravas.

Un saludo cibernauta.

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN) 7 11 19.

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