lunes, 15 de enero de 2007

EL HOMBRE DE LA MIRADA PERSUASIVA

Era un hombre declinante. Abandonó sus actividades laborales y profesionales antes de los sesenta y cinco, renunciando a una parte de sus futuros ingresos, porque, aunque escuchaba a quienes le repetían que el tiempo es oro, el tenía la profunda convicción de que el tiempo y el dinero eran cosas distintas.
Abandonó también, junto con su trabajo, el hábito de utilizar su automóvil para ir a cualquier sitio, no importaba lo cerca o lejos que estuviera. Ahora utilizaba el transporte público, pero sobre todo, andaba, reservando el uso del coche para sus desplazamientos fuera de la ciudad. Sorprendido por lo accesibles que eran, a pie, los lugares mas emblemáticos de su vieja ciudad,
comenzó a revisitarlos andando, de modo cotidiano, y esa forma de observarlos con una nueva mirada, mas lenta y detenida, fue como un descubrimiento que le convirtió en un militante de la vida peatonal.
Esa militancia tenía una peculiaridad que se manifestaba, sobre todo, cuando el hombre declinante cruzaba un paso protegido, bien fuera con señalización horizontal, o con semáforos.
El había observado la actitud timorata de otros viandantes, cómo se detenían ante el acoso de ciertos vehículos que cruzaban sin respetar su preferencia y le parecía una conducta inadecuada, que estimulaba los abusos de los conductores. No aprobaba la actitud de quienes, haciendo caso omiso de los sistemas que les protegían, solo cruzaban la calle cuando ningún vehículo se --
aproximaba.
Consecuente con esa actitud, el siempre cruzaba confiado en la señalización que amparaba sus derechos peatonales. Fue así como descubrió esa peculiaridad de su mirada que había permanecido oculta durante su larga etapa de conductor urbano.
Ese descubrimiento se produjo al cruzar, sobre todo, los pasos llamados cebra por el modo en que está pintada la calzada. Muchos conductores tienen el hábito de cruzarlos a velocidad excesiva. No reducen la velocidad al divisar a un peatón, sino que lo esquivan como si fuera un obstáculo, un objeto de esos que se usan para probar las habilidades de los aspirantes a obtener el permiso de conducir.
Ante esas situaciones, nuestro hombre, llevado de su militancia apasionada de peatón irredento, en lugar de achicarse y detenerse, ensayaba una mirada deliberada, potente y persuasiva, directamente enfocada a los ojos del conductor, que producía, siempre, el contundente efecto de detener el vehículo al borde del paso peatonal. Pensaba que su miopía, ese defecto del cristalino,
reforzaba la fijeza de su poder visual y eso aumentaba su confianza, revalidada una vez y otra en las ocasiones sucesivas que el provocaba, animado por la respuesta invariable que siempre obtenía.
Su mujer, mas sensata y prudente, pertenecía a ese grupo de peatones que solo cruzan bajo la protección de las señales si, además, no se aproxima ningún vehículo y, cuando paseaban juntos, se negaba en redondo a practicar lo que le parecía un ejercicio temerario de confianza en la capacidad propia para influir en la conducta ajena, y siempre imponía su sentido de la circulación vial cuando cruzaban un paso protegido.
El ejercicio del poder, de cualquier poder, va acompañado, siempre, de una cierta pérdida del sentido de la realidad. Ese hombre, excesivamente confiado en sus poderes visuales, olvidó que las cosas que se repiten, no lo hacen siempre de la misma manera y que, incluso las mismas personas, reaccionan a veces de un modo diferente ante el mismo estímulo.
Su historia me la contó su mujer. Ahora estoy aquí, intentando recomponer su cuerpo deconstruído, sus huesos fragmentados --soy un artista en esto del adecentamiento de cadáveres, lo digo sin falsa modestia-- y su cabeza se resiste a adoptar una posición anatómica normal. Las vértebras que la sujetaban son ahora un amasijo de esquirlas óseas.
Al hombre declinante le embistió, cuando cruzaba un paso cebra, con su mirada fija en quien conducía el vehículo, un conductor que siempre hacía la misma ruta, al volante de un Volvo enorme.
Al cerrar sus párpados, observé los restos de una mirada potente y persuasiva, con mucha determinación, y una fijeza en sus pupilas que, al desconocer su historia, no percibí que fuera miopía.
Su viuda me lo ha contado todo. -Siempre insistió en defender, con la mirada, su derecho de prioridad al cruzar los pasos protegidos. Le dije que era una temeridad, pero nunca me hizo caso. El era así.
Después abandonó el recinto, un poco encorvada, pero en su mirada había signos de esa alegría por la libertad recuperada que, antes o después, se reconoce en una gran parte de las mujeres viudas. Eso me pareció.
12/05 Lohengrin.

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