lunes, 29 de enero de 2007

JARDINES DE MALLORCA

Con cuatro elementos, limoneros, cipreses, agua y columnas, los mallorquines han construido unos jardines en el interior de sus casas palaciegas que son la quinta esencia de la cultura clásica mediterránea. La austeridad claustral de su alma payesa flota en el aire de esos lugares recónditos, junto al aroma de los cítricos, el rumor califal del agua, la espiritualidad de las sombras y la disposición canónica de su mínima arquitectura.

Junto a esos valores, digamos intangibles, se percibe una manifestación de la insularidad de sus constructores. Un pragmatismo orientado al aprovechamiento de los recursos escasos, macerado por el paso de los siglos, que les ha conducido por la vía de la economía de medios a este resultado de un minimalismo clásico.

Es asombrosa la sensación de equilibrio que emana de estos espacios íntimos, ocultos y a la vez accesibles, como el de la fundación Sa´Nostra, o el de los baños árabes, donde los árboles son poco numerosos, pero cada uno es de una especie diferente, como las columnas discretamente diseminadas entre la fronda, alguna con formas helicoidales de doble dirección, otras dóricas o jónicas, y toda esa variedad, sin embargo, no impide, sino que emana una sensación de unidad, acentuada por la luz y los sonidos de un espacio reservado a la contemplación, la reflexión, el sosiego.

Hay otros jardines. Pétreos. Como el de la Fundación March, junto a la Catedral. En el espacio babilónico, por lo elevado, de su terraza, están los vacíos escultóricos rodeados de volumen de Moore, las geometrías de Sempere, los hierros de Berrocal y las formas de Chillida, y en los bajos de la sala, lo mas opuesto a esas formas estilizadas y limpias, el barroquismo abigarrado de los belenes napolitanos. Entre esos dos extremos, están los salones de la casa de los March, los contrabandistas mas famosos y respetables de la isla, reconvertidos en banqueros con oficinas abiertas en cada rincón insular, ya sea rural o urbano. Es sabido que los March financiaron la sublevación franquista, pero es menos conocido --yo lo se de fuente directa, familiar-- que al mismo tiempo usaban cheques en blanco para atraerse al lado republicano, por si la aventura militar fallaba.

En la bóveda de la escalera que conduce a los salones, el propio Juan March se hizo representar en una figura de apariencia clásica, con un libro de cuentas en las manos, junto a las tres virtudes, y se puede suponer que todo ese aparato plástico, algo intimidatorio, tal vez tenía la función de recordar a los que por allí pasaban que quien anotaba en ese libro las virtudes y defectos de las almas sencillas que se le acercaban, era el mismo que tenía el poder de conceder o no un crédito a quien lo necesitaba.

En ese mismo lugar, se puede contemplar una extensa obra plástica de Dalí, incluido El Sueño del Alquimista, que es una prueba evidente de la cabeza tan complicada que tenía el de Cadaqués, incapaz de expresar la sencillez en sus dibujos.

Hay otros jardineros en Mallorca, que en lugar de dedicarse al cultivo de los cítricos o del arte, han preferido abandonar la horticultura para dedicarse al pastoreo y ahora gobiernan los rebaños de turistas alemanes que el aeropuerto de Son San Juan vomita sin cesar desde sus puertas de salida, y que en esta época del año vienen cargados con sus bicicletas para pasear por los tortuosos y empinados caminos rurales de la isla.

Lo del turismo no tiene remedio. Si somos veinte mil, no pasa nada. A partir de los dos millones, nos convertimos en hordas depredadoras que lo arrasan todo.

Mallorca, sin embargo, conserva unos barrios históricos que he visitado tres días consecutivos, sin salir de mi asombro. En ningún lugar, ni siquiera en Cáceres, --aunque allí alcanzan una magnificencia fruto del expolio americano-- he visto tantas casas palaciegas. Son tres núcleos algo distantes entre si, a ambos lados de las ramblas, desde los aledaños de la Plaza Mayor hasta el barrio portuario. Un gran número de calles estrechas, flanqueadas por casas señoriales. Solo la calle del Temple, contiene una concentración enorme de estos edificios, y en su conjunto, estos barrios acogen un número tan grande de palacios, que superan holgadamente la arquitectura palaciega de ciudades teóricamente mas importantes, como el Barrio Gótico de Barcelona, o el Centro Histórico valenciano.

No he visto muchos blasones. Algún palacio renacentista, donde los canteros se divirtieron de lo lindo dando suelta a la procacidad de las figuras que enmarcan las ventanas. Pero, en general, en las fachadas están ausentes los símbolos eráldicos de la aristocracia mallorquina. Se puede suponer, pues, que estas fueron las casas de burgueses enriquecidos.?. La pregunta es, ¿Como pudieron enriquecerse hasta el punto de dejar un testimonio arquitectónico tan extenso de su riqueza? He preguntado por ahí, pero no se si las fuentes son fiables. Las respuestas varían. Así como los nobles valencianos construían sus palacios en Madrid, para estar cerca de la Corte, aquí la gente gustaba de afianzar sus raíces. O bien, casi todo lo que hay ha sido reconstruido. Incluso hay una inmobiliaria que se llama Casas Históricas. Esas respuestas, no explican, sin embargo, ¿Como pudieron enriquecerse...? ¿Eran todos corsarios? ¿El contrabando?

En fin. En ausencia de respuestas fiables, uno solo puede constatar que ha necesitado tres días, dedicando cinco horas cada día, para visitar a pié, la que sin duda es la mayor concentración de edificios históricos que existe hoy en este país.

Hay, además, otros jardines. Si tomas el tren de Sóller, después de superar una maraña de túneles --una docena, mas o menos-- que horadan la sierra de Tramontana, descubres el Valle de Sóller, que es un continuo de huertos frutales, naranjos y limoneros, rodeados de una fronda verde, y otros verdes, una armonía inacabable de verdes, desde cuyo cogollo se ve azulear el mar al fondo.

Es una delicia, algo incómoda, viajar durante una hora en un ferrocarril decimonónico, con vagones de madera, por el tajo hecho por los ingenieros del ferrocarril en esta naturaleza que permaneció tantos siglos oculta, solo accesible por mar, hasta que algún visionario se atrevió a proponer a sus vecinos la opción por la apertura y el cambio, en lugar del aislamiento secular, y acuchillaron las tripas de la sierra para poner a Sóller a una hora de Mallorca. Me hubiera gustado presenciar los debates entre los aislacionistas y los partidarios del cambio y la apertura, aunque , al tratarse de un asunto de dinero, podemos reconocer como terminó la discusión. Ganó el dinero. Perdieron los que trataron de preservar el modo de vida tradicional.

Estos han sido los jardines de Mallorca que he visitado. Tal como lo he visto, lo he contado. De los turistas alemanes no voy a hablar. No es el lugar. Tal vez, si alguna vez escribo algún tratado antropológico, pues eso.

Lohengrin. 04/2006

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