martes, 16 de enero de 2007

PALM BEACH

No entiendo Benidorm. Feísmo arquitectónico. Hormigoneras y excavadoras devorando la montaña. Una torre de treinta plantas escindida por la mitad, comunicada por ocho pasarelas que le dan al vacío central un aire de cortafuegos. Bloques de apartamentos con aspecto de gallineros, con la ropa tendida colgando de sus terrazas.
Una fauna interesante, muy jerarquizada, habita este caos urbanístico. Primero, los grandes depredadores: financieros, constructores y hoteleros. No están aquí. Dirigen sus negocios desde la planta treinta y cinco, en algún edificio madrileño de la Castellana. Sus apoderados, delegados y ojeadores otean desde las azoteas de este remedo de Las Vegas a los rebaños de primos que pasean, indolentes, por las playas. Esos representantes de los dueños del dinero se estrujan las meninges por cuenta ajena para alcanzar el bolsillo de cada cliente potencial que avizoran y extraer una modesta cantidad individual que, gracias al benéfico efecto de la suma, les permitirá salvar la temporada de invierno y conservar su empleo.
Esta potente ciudad de negocios ha conseguido lo que parecía imposible, vencer la estacionalidad y hacer de este lugar que no consigo entender un paraíso de invierno para el turismo popular, a unos precios asequibles, que se derivan del exceso de oferta y de la necesidad de mantener un nivel suficiente de ocupación que permita seguir abiertos a los establecimientos hoteleros.
Gracias a esa agresiva política de precios practicada por algunos hoteleros de aquí, mi modesta economía puede financiar cuatro días de estancia en uno de los mejores hoteles de la costa, el Palm Beach, que dispone, entre otros servicios, de una enorme limusina a la puerta, dos piscinas, una climatizada y otra abierta, gimnasio, salones, un espectacular hall, discoteca, cocina correcta, animación nocturna y traslados gratuitos hasta la playa, por diecinueve con ochenta euros diarios.
Por ese precio, puedes desayunar huevos con beicon, café con leche, tostadas y zumo de naranja; comer, entre otras cosas a elegir, ensalada de salmón marinado y rape en salsa, esas maravillosas salsas con las que los cocineros de los grandes hoteles disfrazan sabiamente las materias primas, que son correctas, pero no las mejores. Por la noche, después de tomar una sopa de verduras, filete de cordero con salsa española, fruta fresca y media botella de vino tinto, puedes asistir al baile en el salón, donde un animador te obsequia con una botella de Codorniu brut, solo tras mostrar tus habilidades musicales para reconocer, al escuchar el primer compás, una canción cubana y otra israelí, a condición de que uses tu capacidad para la transacción y el trapicheo negociando, con el huésped de la mesa de al lado, la entrega del tercer ticket para acceder al premio, luego compartido.
Concluida la jornada, puedes dormir en una buen cama, o bien emborracharte por tu cuenta y riesgo en algún pub inglés. Al día siguiente, una ducha de agua caliente y vuelta a empezar. Veinte euros por persona y día. O sea, la democratización del ocio, no?.
Tal vez esto sea la contrapartida al desmadre urbanístico de esta ciudad caótica. Aquí se han hecho grandes fortunas. Vándalos financieros han practicado con total impunidad la depredación del territorio y han masacrado el urbanismo civilizado.
Entre los grandes depredadores y sus apoderados, y los rebaños de primos que pastorean existe en Benidorm una gran variedad de especies intermedias que sobreviven como pueden al invierno. Pícaros, trileros, y buscavidas; --un trilero me pidió doce mil euros por el traspaso de su negocio, incluida la caja de cartón sobre la que burla a los incautos-- bailarines de salón, músicos, taxistas, camareros, agentes inmobiliarios, animadores, monitores, peluqueros, macarras, poetas, artesanos, escultores, mimos y artistas varios.
Además de psicólogos lacanianos especialistas en terapias agresivas contra la desobediencia adolescente y el consumo precoz de drogas.
No entiendo Benidorm, no lo entiendo, pero intuyo que esa fuerza de choque, esa valiente tropa mercenaria que también lo habita, es la que mejor sostiene este lugar de apátridas, donde todos han abrazado la causa de la supervivencia, a través del empleo temporal, o mediante el culto al sol de invierno, último recurso de quienes ya no esperan nada mas de la vida.
La democratización del ocio. El Hotel Palm Beach, Benidorm, la observación de su riqueza faunística y el sol de invierno. Todo por veinte euros.
El periódico del día informa de que la ocupación hotelera en 2.006 ha sido la mas baja en diez años, la construcción frena lentamente y escasea la creación de nuevas empresas. Al fondo del sonido de la guaracha y el merengue, tal vez la sombra de la crisis asoma su incipiente perfil.
Al regreso comimos en Altea. Es otro mundo.
01/2007 Lohengrin.

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