martes, 16 de enero de 2007

UTOPIAS

En 1.976, muerto Franco, yo tenía veintitrés años, estaba casado y tenía una hija de pocos meses. Poco tiempo después, al convocarse las primeras elecciones libres y democráticas en este país castigado durante siglos, --con un par de breves paréntesis de gobierno liberal y republicano-- por el absolutismo, los espadones militaristas, los tenebrismos nacional católicos y las oligarquías que los sustentaban y se sustentaban en esos instrumentos para mantener a toda costa sus privilegios, mi mujer y yo corríamos alegremente por las calles para acudir a los mítines de los flamantes nuevos políticos democráticos, que venían a explicarnos como querían cambiar el país.
Del tiempo que pasamos por aquí, tal vez las mejores etapas sean las de la infancia, la adolescencia y la primera juventud. A pesar de que a nosotros nos tocó vivirlas en un entorno gris, autoritario y oscuro, la fuerza biológica de nuestra juventud se impuso a ese entorno decadente. Nos sentíamos felices, porque éramos jóvenes.
Yo conocía la utopía libertaria por una especie de herencia familiar, --mi abuelo fue compañero del Noi del Sucre, y su hijo un luchador anarco-sindicalista, que siguió resistiendo después del desastre de 1.939, en el interior, hasta 1.943, en que fue detenido y confinado en prisión durante once años. Otros tuvieron peor suerte.
A pesar de que los libertarios desconfían de la democracia parlamentaria y, en su mayoría, no votan, yo era, en realidad, --como me definió acertadamente un compañero de CGT en la época que estuve afiliado-- un simpatizante activo, mas que un militante. Seducido por la Utopía socialdemócrata, después de escuchar la arenga de Felipe González subido en un bidón en plena calle, le di mi voto a esa utopía parlamentaria, que no ganó en esas elecciones, pero lo hizo cuatro años mas tarde.
El problema de las utopías, de cualquier utopía, es que, cuando sus defensores intentan transformarla en realidad, no sale gratis. Si bien en las primeras legislaturas de gobierno de los socialdemócratas, el país vivió una transformación democrática espectacular, al final de ese mandato, los escándalos, las corruptelas y la práctica del terrorismo de Estado marcaron el final de esa utopía, y el precio de esas prácticas indeseables y antidemocráticas aun lo estamos pagando en mi pueblo, quince años después, a pesar de que los gobiernos locales y autonómicos socialdemócratas no se habían contaminado con esas prácticas. La habilidad en el uso de la máquina de propaganda de la derecha permitió que el electorado de aquí percibiera como una práctica generalizada lo que no era imputable en absoluto a las fuerzas políticas autóctonas. Y aúnestán viviendo de aquellas rentas. El sentimiento antisocialista que generó aquella legislatura negra todavía es perceptible en muchos ciudadanos, cualquiera que sea su posición en la sociedad.
La legislatura actual de los gobiernos de derechas, en mi pueblo, se parece bastante, por su carácter agónico, a la socialista de los noventa. Los casos de corrupción acosan a la derecha, --aunque no solo a la derecha-- casi cada día, ahora que los fiscales tienen medios para hacerlo y no va a ser fácil que cuele el repetido discurso de que la corrupción solo es imputable a los gobiernos socialistas. Los intereses de la derecha están entrando a saco en el presupuesto autonómico y municipal, y la falta de sensibilidad hacia los ciudadanos se hace evidente en asuntos como la seguridad del transporte público y las políticas sociales.
Es posible que, en mi pueblo, gane de nuevo la socialdemocracia, pero no volverá a ganar la utopía, porque hemos perdido la inocencia.
De todas las utopías que conocí, la que menos me defraudó fue la libertaria. Todavía como, de vez en cuando, con mis amigos libertarios, y se de los proyectos solidarios que tienen entre manos, y de sus actitudes, que han cambiado poco desde los tiempos de la transición, sin que ningún desencanto haya logrado desengancharles.
Vicente Verdú, con su estilo frío, minucioso y preciso, describe la nueva utopía a la que están apuntados los ciudadanos en el siglo XXI: Diez millones de afiliados, noventa y cinco mil personas a sus órdenes, veintiséis mil proveedores y quince mil millones de Euros de facturación. El Corte Inglés, claro.
Puesto que ya no quedan utopías que nos prometan mejorar el mundo, solo nos queda usar el coche lo imprescindible, apagar luces para ahorrar energía, y administrar cuidadosamente nuestro voto, para cederlo a aquellos programas de gobierno que reservan mas espacio creíble a las cuestiones medioambientales. Si ya no creemos que sea posible mejorar el mundo, orientemos nuestro esfuerzo democrático, al menos, a no destruirlo.
Lohengrin. 12/06

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