martes, 24 de julio de 2007

EL SICARIO

“Una aurora doblada de recuerdos, nostálgica y vívida, flota entre el humo azulado de los cigarrillos que se expande en tenues espirales rotas por la luz de los focos, sobre las cabezas de los danzantes de The Golden.
La nube blanda de cuerpos ajados se mece al son de boleros antiguos, ligeramente penetrada por un viento sonoro. Docenas de rostros con los rasgos de la fatiga marcada en las bolsas convulsas, bajo los ojos, se mezclan con otros rostros que ofrecen la inequívoca huella ausente de la vida no vivida. Rostros en blanco, deseando ser llenados por alguna emoción insulsa, remedos de pasiones oníricas, sueños de viajeros en sudorosas canículas, y los ritmos sonando monótonos, mientras la faz de los danzantes se transfigura, se torna rígida, en una expresión mitad solemne, mitad ausente, en abierto contraste, en su inmovilidad, con los cadenciosos movimientos de los cuerpos. Algunos de esos cuerpos gritan a voces su progresivo fracaso físico, las carnes colgantes, fláccidas, de los huesos artríticos, en pugna con la voluntad danzante, un deseo de lucha contra el tiempo, condenado al abismo intermitente, ácido y definitivo, de la decadencia inevitable.
Junto a esa exhibición decadente, algunos cuerpos externamente jóvenes, impregnados de la viscosa sustancia de la senectud del ambiente, tocados por la perversión de la edad provecta que los rodea. La morena con peinado a lo coco moviéndose como un pavo real, con su falda ondulante sostenida por el almidón de su impulso exhibicionista. Su rostro es una mueca inexpresiva que mira al espejo que le devuelve su imagen de Narciso enamorado.
La rubia del pelo frito que cambió sus ropas de calle por un sofisticado vestido de danzante solitaria se mueve, indiferente, cerca de un suboficial de marina, quien se pavonea con su uniforme veraniego de un blanco impoluto, con su soberana tripa donde caben todos los mares de sus singladuras movida por el viento acústico de los potentes altavoces, abriéndose paso entre la pista con un aire de vela sólida, cortando las aguas con su solemne proa de bebedor de cerveza, con su rostro congestionado por el esfuerzo y su brillante calva sonrosada perlada de sudor.
Los compases de La Lambada, mezcla de son del altiplano y ritmo brasileiro, revolucionan la masa inerte de cuerpos convulsos que se agitan, se desplazan, giran y vuelven a girar en una dirección catártica, indeterminada, mientras los colores agitados de las faldas estampadas, ondulantes e inquietas, componen un fresco de factura coral y cambiante, sobre el fondo gris azulado de las luces de los focos que brillan, intermitentes, siguiendo el ritmo de la música, creando la ilusión de un momento evanescente, mientras la voz aguda de la vocalista repite, ..bailando Lambada...bailando Lambada.., en medio de un agitación progresivamente paroxística que convierte a la gente del danzing en un solo ser multiforme, vistoso y extraño, que se desmaterializa gradualmente, dejando flotar sus partículas en medio del silencio en el que culmina la explosión rítmica.”
Las luces de la pista se apagan y una procesión de figuras anónimas, descompuestas y aturdidas, desfila hacia la luz solar de la calle. A mi me interesaba, en particular, una de aquellas sombras grises y anónimas. Su ligera cojera me había ayudado a identificarle, entre la masa amorfa del danzing, después de varios meses de búsqueda infructuosa por todos los tugurios de la costa. Ahora, no estaba dispuesto a perderlo.
Me mezclé entre la gente que cruzaba, presurosa, la concurrida arteria urbana de Heliópolis por donde le había visto desparecer y al doblar la esquina vi su voluminosa figura con su andar ligeramente escorado a la derecha, sus ciento veinte quilos desplazándose con cierta dificultad, doliéndose de la herida de bala recibida en nuestro anterior encuentro y una gran mancha de sudor rezumando por el tejido sintético de su chaqueta gris.
Por dinero, pura y simplemente, por dinero, llevaba cuatro meses detrás de aquel sujeto, quién, teniendo un aspecto francamente repugnante, no me repugnaba en absoluto. No tenía nada contra el. Para mi era, simplemente, el objeto de un contrato. Algo perfectamente despersonalizado y profesional. Solo me interesaba su aspecto por una cuestión práctica: necesitaba identificarlo para realizar el trabajo.
Solo le había visto una vez, pero su fotografía y su descripción formaban parte de mis objetos cotidianos. Viajaban conmigo por hoteles de tercera, de modo que su rostro tenía ya un cierto parecido con la esfera del despertador y, de madrugada, cuando mi úlcera péptica me despertaba con un dolor punzante, al encender la lamparilla de la mesita de noche, miraba a su figura fofa con la misma ternura con que otros miran sus retratos familiares.
Damián, también conocido como Josechu, Eduardo, Luis y varias identidades mas, cambió el rumbo bruscamente y tomó la dirección de la estación. La maniobra me sorprendió y tuve el tiempo justo para escurrirme detrás suyo, procurando no ser visto. Lo seguí hasta el amplio vestíbulo de la estación, observé como sacaba un billete en la ventanilla de largo recorrido y salía al andén. Me asomé discretamente para ver los avisos luminosos que anunciaban la próxima salida a un solo destino de larga distancia. Saqué mi billete y permanecí en el vestíbulo, esperando la salida para tomar el tren en el último momento, sin pisar el andén para evitar ser reconocido.
“Un bullir inaudible de rostros inquietos se funde con el rico contraste de sonidos que pulula por la estación, bajo la corteza de tortuga industrial por la que se filtran restos de una lluvia fina, que humedecen y relajan los ansiosos cuerpos de los viajeros. La vibración del mecanismo de los vehículos eléctricos que transportan equipajes se prolonga en la campana electrónica que precede a la metálica voz de la megafonía, anunciando, monótona, la partida del próximo tren, y un abanico de cabezas, vueltas en la misma dirección, dirigen su mirada hacia los paneles que reflejan en sus diodos el trasiego intermitente de idas y venidas, salidas y llegadas, dándole un sentido distinto al tiempo habitual, convertido en angustia intemporal, algo intermitente y etéreo, una sensación de tránsito, de fuga, de provisionalidad, de aventura incierta.
Desde niño, he sentido una fascinación irresistible por las estaciones, terrestres o marítimas, pero sobre todo por esas estaciones cinematográficas, que aparecen casi siempre en una breve parada en tránsito hacia lugares lejanos y exóticos, donde la bruma del anochecer y el vapor de la chirriante locomotora envuelven en un halo de misterio a los protagonistas de celuloide.
Se me antoja que, los verdaderos protagonistas de esas escenas, son los viajeros anónimos que escurren su bulto de extras transitando discretamente por los andenes, o tomando el tren cargados con sus fardos, cestas de frutas, jaulas de pollos y recuas de niños, mientras el chico de la película toma el tren en el último momento, o se queda patéticamente inmóvil en el andén, mientras la rubia platino continua su viaje hacia un destino indeterminado. Tal vez por ello, todavía hoy, aun cuando no siga ninguna presa, me gusta sumergirme en este ambiente, tan cinematográfico, y observar a mi alrededor la gran pantalla que me devuelve las imágenes de mi infancia, aún sin los efectos especiales del humo azulado, rasgado de vapores y sepulcrales nieblas, de alguna estación en la Transilvania de historias míticas.
Y los olores. Esos olores de estación, tan característicos, extraña combinación de efluvios de cantina, sudores acres, aromas herrumbrosos de hierros oxidados, de humo de cigarrillos, de plásticos nuevos que recubren los asientos renovados. Y si se trata de una estación marítima, el olor salino de las aguas del puerto, cruzado de gasóleo y desperdicios. Un olor a caldo primigenio que envuelve la escena de parto sin dolor en la que el gran útero flotante se aleja, majestuoso, del muelle, rompiendo un invisible cordón umbilical, que deja en el mas absoluto desamparo a los que quedan en tierra con un agitar de manos un tanto impotente, desesperado y triste, en medio de un silencio oceánico.
Y las muchachas, las dulces, atractivas y fugaces muchachas de estación, con sus jóvenes cuerpos vibrando por el peso de su equipaje excesivo. Sugerentes, ambiguas, inalcanzables. A veces, inusualmente próximas y comunicativas. Siempre, generadoras de sueños posibles o no, de fantasías, de deseos borrosos en la intemporalidad del tránsito. Sugeridoras de aventuras, de historias de amores contingentes sobre la dura banca de madera de los viejos vagones de cercanías, o sobre la blandura nocturna de las literas de los trenes de destino lejano. Las copas compartidas tomadas en el traqueteante bar, derramadas a veces por la velocidad al tomar una curva, y la extraña intimidad que se establece en el curso del viaje, como si el desarraigo y la lejanía fueran pruebas demasiado duras para la fragilidad humana.”
Por la megafonía anunciaron la inmediata salida del Alaris con destino a Madrid y en el mismo instante en que iniciaba la carrera para subir a la plataforma del último coche, sentí un pinchazo en el esófago que me paralizó. Hice un esfuerzo y conseguí asirme sobre el estribo, antes de que el tren iniciara su marcha. Ya en el vagón, respiré profundamente y, con la estupidez que caracteriza a la especie humana, encendí un cigarrillo cuyos alquitranes me rasparon la ulcerada superficie que con su aviso doloroso había estado a punto de costarme la pérdida de mi contrato.
Los sórdidos paisajes próximos a la estación se fueron deslizando por la ventanilla a velocidad creciente, mientras mi pensamiento comenzaba a elaborar la estrategia para cazar a Damián en el punto del recorrido con menor riesgo. Estaba seco. Algo no funcionaba en mis neuronas. Tenía a Damián a mi merced, pero no se me ocurría cuando ni como hacerlo. No me parecía prudente ir al vagón restaurante, podría ser visto y reconocido. Llamé al mozo y lo unté lo bastante para que me trajera un escocés con agua. Volvió, al poco tiempo, y me entregó, con una ancha sonrisa, un vaso mal fregado con sus dos tercios llenos de un líquido pajizo, que a punto estuvo de irse al cuerno con la vibración de la última curva.
Al ingerir el primer sorbo, una voz de mujer anunció por los altavoces que, por razones técnicas, nuestra unidad haría una parada de media hora en Alcázar de San Juan. El raro sabor del güisqui me hizo visualizar el cadáver de Damián flotando en una de las numerosas cubas de vino instaladas junto a la vía del ferrocarril en Alcázar. Entonces supe que, si había de ocurrir algo, sería precisamente allí.
Con la certeza de tener resuelto el problema que me preocupaba, mis músculos comenzaron a relajarse y un dulce sopor, propiciado por el traqueteo del vagón, se infiltró sutilmente en mi cabeza. No era sueño lo que sentía, sino un cansancio secular, algo que venía de muy lejos, llegaba muy hondo y me paralizaba uno a uno todos los miembros y los sentidos. Noté como si me faltara la pierna izquierda y los brazos me pesaban toneladas, no podía mantener los ojos abiertos y me sentí resbalar hasta el piso del vagón muy lentamente, hasta perder totalmente la conciencia.
Cuando desperté era noche cerrada y lo primero que me sobresaltó es que el piso no se moviera. Palpé a mi alrededor y noté una superficie metálica y ligeramente curva. Intenté incorporarme, sin conseguirlo, pero me percaté de que estaba cerca de la vía férrea, junto a un depósito de por lo menos un millón de litros que olía a vinazo intensamente. En la lejanía, mi mirada borrosa percibió el edificio de la estación de Alcázar. Tomé conciencia de lo ocurrido. Me palpé el cuerpo buscando restos de sangre o alguna herida. Estaba ileso. Sin duda, la propina de Damián al mozo había sido mayor que la mía, y me habían desembarcado como un equipaje viejo, mientras el objeto de mi contrato había tenido tiempo de transbordar en Madrid, y sin duda a estas horas viajaba en dirección a la frontera.
Después de todo, --pensé-- no sería tan malo volver a los casos de infidelidad conyugal. Estaba claro que yo no servía para encargos de mas altura. Miré la clara noche estrellada de Alcázar y me dirigí con paso cansado hacia el andén de la estación. Ya de vuelta en mi despacho, me dejé caer en el jergón, sin ánimo para abrir los E mails, con la intención de dormir por lo menos doce horas seguidas. Un rayo de sol filtrado a través de la persiana del estudio frustró mi intento apenas dos horas después.
Me preparé un café bien cargado, que sacudió mi hígado con cierta brutalidad, y miré los distintos mensajes recibidos. La agencia para la que trabajaba como free lance me sugería un programa múltiple y variado. Búsqueda de una adolescente desaparecida. La deficiente foto recibida hacía difícil su identificación. Seguimiento de la esposa sospechosa de adulterio de un psicólogo argentino. Recuperación de unos documentos importantes para una compañía de seguros y, por último, matón de ordenador para unos grandes almacenes que habían visto amenazado su sistema informático por un antiguo empleado despedido, armado con un cubo de agua.
El rostro anguloso de la mujer del psicólogo me miró desde el rincón superior derecho del mensaje, y su mirada enigmática decidió finalmente el orden de prioridades. El campo de sus aventuras sentimentales se extendía por el margen del río, desde Nuevo Centro hasta su vieja desembocadura, pasando por Ciutat Vella, según la escueta información recibida, lo que parecía augurar un período tranquilo y relajante de deambular urbano, lejos de aventuras ferroviarias con güisqui envenenado y cosas así.
Monté la guardia en César Giorgeta, donde estaba el gabinete del psicólogo y después de una hora de espera, la vi salir del portal. Llevaba un vestido de tubo, negro, y su piel era de un moreno dorado por el sol de estío. Llevaba puesta la misma mirada de la foto, salvo por un resplandor mas intenso y felino. Se dirigió hacia la estación del metro. La seguí. Las escaleras del metro estaban desiertas y me sentí un poco ridículo, tan visible y evidente detrás de mi perseguida. Demasiado evidente. En un rápido movimiento, extrajo algo del bolso, se volvió y el chasquido seco de un proyectil incrustado en la pared de la escalera, me anunció brutalmente que mis expectativas de un paseo tranquilo estaban equivocadas. Procuré no perder la calma y me dirigí al andén con la voluntad de no perder el rastro de mi agresora.
Un silbido de aviso agredió mi delicado oído derecho --el izquierdo hace años que es inmune a cualquier agresión acústica-- y las puertas del vagón se cerraron ante mis narices con un chasquido seco. Perdido ese viaje, deambulé por la flamante estación en espera del próximo servicio.
“Es una estación atípica. Lo reciente de su puesta en servicio hace que la superficie de sus paredes, todavía sin graffitis ni desconchados, parezca la piel de un bebé. Las escaleras mecánicas no funcionan. Siempre me ha intrigado porqué se instalan esos artilugios que, invariablemente, no funcionan, en lugares públicos, pero ello me permite trepar por las escaleras de bajada, por el puro placer de la transgresión impune Desde mi atalaya, observo la patética soledad de los escasos viajeros que esperan en el andén. Unos pasean nerviosamente, con evidente desasosiego, mientras otros muestra una actitud de espera tranquila y resignada. Alguno posa su mirada, alternativamente, en un anuncio de Winston y en la estilizada figura de una mujer morena, vestida con chaquetilla de torero y medias negras, pegada sobre el vidrio de una cabina telefónica.
El chirrido de los frenos anuncia la llegada del próximo metro, que surge trepidante de la oscura boca del túnel. Después de un breve trayecto, me deja en la estación próxima a Nuevo Centro.
Después de unas cuantas vueltas por el interior del centro comercial, llego a la conclusión de que es un espacio maravillosamente construido para que la gente compre, pero con un efecto laberíntico perverso ya que, al encontrarse idénticas tiendas en diferentes plantas, las referencias de orientación solo sirven para desorientar al neófito.
Mis intestinos se ponen en marcha por el intenso ejercicio realizado subiendo y bajando escaleras y recorriendo plantas, y cuando intento alcanzar los servicios compruebo con desesperación que me he perdido de nuevo. En la búsqueda compulsiva de mi tabla circular de salvación, evoco los felices tiempos en que los humanos defecaban en el momento y lugar que les venía en gana. Por fin, un letrero con grandes letras pintadas de amarillo sobre fondo negro, me produce en el cerebro un estallido evocador de placeres inmediatos, próximos. Mi vejiga se agita, alegre y esperanzada, intuyendo la inmediatez de la orgía escatológica.
Al abandonar el sótano, los restos de varias jeringuillas usadas se esparcen por el suelo, alrededor de un grupo de yonquis que me miran sin verme, con su expresión nebulosa y vidriada, lejana y próxima, desesperada e implorante, rebelde y sumisa, circundada de sombras. Todo es desolación en el paisaje que habita las cuencas de sus ojos.
Subo a la superficie, como el que emerge de una amarga oscuridad y aspiro con fuerza y deleite el aire que circula por los patios abiertos que enlazan las diferentes galerías comerciales. Después de comprar apresuradamente unas porciones de quesos de Idiazabal y Chamoise D’or, salí del recinto, crucé el puente y me dirigí a la calle de Blanquerías, donde esperaba encontrar, de nuevo, a la mujer del psicólogo.”
(Relato de 1.990. Versión revisada 2007.)
Lohengrin. 24-07-07

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