Bostecé al reconocer el enorme montón de muebles sobre el que había dormido. La cama descansaba encima de una cómoda barroca, que a su vez se sustentaba sobre dos enormes divanes Chester que se apoyaban, algo inestables, sobre docena y media de piezas de sillería tapizadas en rojo, algunas con solo tres patas. Todo ese desorden mantenía un precario equilibrio sobre un montón de vidrio y hierro, procedente de numerosas lámparas rotas que tuvieron diversos usos, lámparas de pie, sobremesa, apliques de pared y hermosas lámparas de techo, misteriosamente incólumes, de cristal checo, cuyos vidrios filtraban la luz que recibían de un ventanuco, llenando de puntos luminosos la semioscuridad del caótico cuarto.
Me dejé caer de nuevo sobre el lecho y al hacerlo, advertí que mi pulgar izquierdo estaba prisionero dentro del gollete de una botella vacía de medio galón. No me sorprendió que la botella estuviera vacía, recordaba haberme bebido su contenido. Pero no tenía ni idea de que después de aquello hubiera compartido una orgía amorosa con la botella de medio galón.
Reconocí en el incidente de la botella un contratiempo. A las diez debía dar una conferencia en el centro cívico del barrio. Mi intuición me decía que desplazarme hasta allí con el dedo en la botella me causaría problemas. Miré el reloj de sol colgado en la pared. El punto de luz que se filtraba a través del cristal checo, estaba exactamente en el centro de la diana del nueve.
Una hora --pensé-- es tiempo suficiente para descender de este cúmulo caótico, resolver lo de la botella, coger mis apuntes y recorrer la distancia hasta el centro cívico. Que no cunda el pánico. Encendí una vela. Me puse el casco, trinqué la cuerda de descenso que cuelga de la lámpara y me dispuse a iniciar la bajada. El tiempo era bueno. A veces entran unas ráfagas terribles de ventisca por el ventanuco y lo ponen todo perdido de hielo. Cuando escalo, siempre llevo el móvil metido en el ano --como las mulas colombianas llevan su carga-- por si he de llamar al 112 en pleno descenso.
Me deslicé con cuidado, atado a la cuerda de descenso por la cintura. Dejé caer las piernas fuera del camastro. Con la mano libre me sujeté al cabezal. Fui tanteando, despacio, hasta apoyar un pie en un cajón que sobresalía de la cómoda. Al dejar caer mi peso sobre al cajón para iniciar otro movimiento, éste salió despedido y fue a caer, con un estrépito de vidrios rotos, sobre la base de lámparas y sillas rotas. Quedé colgado de la cuerda, con el cuerpo oscilante, hasta que los pulgares de mis pies consiguieron agarrarse a los herrajes de la cómoda, estabilizándome de nuevo.
Tardé quince minutos en dejar atrás la pared de la sobre dimensionada cómoda y cuando alcancé el tacto cálido y suave de la tapicería de los amplios y confortables divanes Chester que había debajo, me tomé un respiro para frotar las plantas de los pies sobre esa superficie sedosa. Fue una experiencia sensorial de una intensa sensualidad.
Reanudé el descenso. Entonces, la vela que había dejado encendida arriba, debió chamuscar la cuerda de descenso, porque se rompió y di con mis huesos en tierra. El casco que llevaba puesto amortiguó el daño de la caída. La alfombra de libros abiertos, memorandums, opúsculos, holandesas impresas sacadas de Internet, borradores arrugados, ejemplares viejos de Babelia y papeles varios, cosas sacadas de Marx, Engels, Swizzy& Baran, Sraffa, Sampedro, Fromm o Reclus, todo lo que había utilizado la noche anterior para preparar los apuntes de la conferencia, había contribuido también a evitar que me fracturara un hueso y que la botella se rompiera.
Hostia. Los apuntes. He olvidado los apuntes bajo la almohada. Pero ahora tengo otro problema. La botella. Ya en el suelo, puedo intentar desembarazarme de ella. Lo intento con jabón líquido. Nada. Insisto con mozarella de leche de camella sobrada de anoche. No sirve. Encuentro un resto de aceite de oliva virgen, de la Sierra de Espadan, en una alcuza. Este producto milagroso, --pienso-- es la solución. No lo es. Mi pulgar se ha hinchado y es imposible sacarlo del gollete. (Pone cachondo, eh?). Podría golpear la botella contra la pared, pero además del riesgo de herirme la mano, esa botella es la misma que sale en una novela inacabada de Dylan Thomas, y no tengo estómago para romperla. Me resignaré a dar la conferencia con la mano de la botella escondida bajo el estrado.
Los apuntes. Ya voy. Miré el reloj de sol. El punto de luz estaba entre las nueve y las diez. Ha transcurrido media hora del tiempo que me quedaba. Me aplico con resolución a cumplir el plan previsto. Me ato por la cintura a la cuerda de ascenso. (Hay una cuerda de ascenso, naturalmente. Que sentido tendría si no usar la expresión cuerda de descenso, en lugar de la de cuerda a secas?) y con mi única mano libre agarrada a ella tomo impulso, decidido a rescatar los apuntes olvidados.
Ahorraré los detalles reiterativos de la escalada hasta la cama por la inestable pila de muebles amontonados y el consiguiente descenso (que tuve que hacer con la misma cuerda por la que ascendí) con el rollito de apuntes en la boca. Solo diré que cuando terminó esa laboriosa maniobra faltaban ocho minutos para las diez, así que me quité el casco, me deshice de las cuerdas atadas a la cintura, (la de ascenso, y los restos de la quemada) y salí a la calle con la botella en una mano y el rollito de apuntes en la otra.
Al principio no sucedió nada. Los vecinos del barrio me conocen y están acostumbrados a verme andar desnudo por la acera. De pronto, noté que alguien me seguía. Yo iba en dirección al centro cívico y un tipo medio calvo y cetrino, peinado con cortinilla, a quien vi en la acera de enfrente y me pareció igualito a un ex presidente de la cámara de comercio de Heliópolis, al parecer había cruzado la calzada y apresuraba su paso detrás de mi. Aceleré la marcha, con tan mala fortuna que pisé una de las mierdas de perro que hasta entonces había evitado con la habilidad que caracteriza a quienes andamos a pie por el barrio. Afortunadamente, era un excremento seco, bastó que me apoyara con la mano libre, después de trincar los apuntes con la boca, en el árbol mas próximo, para que un enérgico movimiento de talón lo lanzara al alcorque.
Fue entonces cuando el individuo con cortinilla, facciones afiladas y nariz aguileña, se acercó a mi y comenzó a lanzarme toda clase de improperios e invocaciones a la moralidad. Que como era posible que me atreviera a ir por la calle desnudo y con el pulgar dentro de una botella. Que si no tenía el menor sentido de la decencia, ni respeto por los demás. Pero su mirada de ave de rapiña estaba fija en mis genitales y una expresión lúbrica se dibujaba en su boca por la que asomaba una blanquísima dentadura postiza. Cuando hizo ademán de llamar a la policía, seguí mi marcha tan rápido como pude y de un salto estuve en la seguridad del interior del centro cívico.
El conserje del centro, quien conoce mis costumbres nudistas, me cubrió con una sábana y me acompañó hasta el estrado del salón de actos donde debía dictar mi conferencia. Mi retraso en comparecer determinó que la única persona que permanecía esperando fuera una niña de unos diez o doce años, cuya madre la había abandonado temporalmente en el salón. Me pareció ver a la madre de pie, tras unos cortinajes, practicando el erotismo vertical con alguien que debía ser el director del centro, pues no había salido a recibirme, como era su costumbre.
Me hice cargo de la situación enseguida. Tiré los apuntes a la papelera y sostuve un animado debate con la niña sobre Alicia en el país de las maravillas, los ocultos caminos que comunican la realidad y la ficción, y los personajes que habitan ese mundo fantástico.
Al cabo de treinta minutos apareció la madre de la niña, arreglándose el vestido, y dimos el debate por terminado. Quedé solo en el estrado. Entonces, sonó mi móvil. Lo extraje de su alojamiento sin demasiadas dificultades y sosteniéndolo con dos dedos de mi mano libre, contesté. Era Alicia. Me dijo, --¿Porqué no rompes ya esa jodida botella?"
En memoria de Dylan Thomas, poeta muerto y autor de novelas inacabadas.
Lohengrin. 10-07-07
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