martes, 1 de julio de 2008

1.943

Aquel otoño, todos los actos cotidianos de la vida de la gente estuvieron marcados por la lluvia. Llovió durante semanas, sin interrupción, con una insistencia tenaz y en los rostros de los muertos, de los derrotados, de los supervivientes, secos de lágrimas después de cuatro años de la mas dura pos guerra, resbalaban las gotas de lluvia sobre los párpados hinchados y resecos, mientras en el barro de las calles sin asfaltar se depositaba un suave colchón de bruma, construido con la melancolía de quienes hacían largas colas para todo, para cualquier cosa, debajo de sus paraguas negros, retorcidos, con sus varillas rotas por el viento de la desolación.


La vida, pugnaz, seguía su curso y en alguna de aquellas casas reconvertidas en granjas urbanas en cuyo corral el agua de la lluvia arrastraba hasta los desagües las deposiciones de las aves que se criaban como un recurso de supervivencia, se oyó el llanto de un recién nacido que ignoraba haber venido al mundo en un momento inoportuno. El 31 de octubre de 1.943, a efectos alimentarios, de bienestar, no era lo mismo que, pongamos por caso, nacer en el 2.003, pero uno no elige el momento y el lugar, a uno le hacen nacer donde y cuando lo consideran oportuno, y punto.


Apenas transcurridos unos meses, aquel recién nacido que no paraba de llorar por lo escaso de su alimentación, fue testigo de un acontecimiento insólito por su violencia, pero frecuente en aquellos días, que aun no tenía raciocinio para entender, pero que luego le contaron. Al parecer, un numeroso grupo de policías armados con metralletas allanaron la casa donde vivía y detuvieron al hermano de su madre, cuya presencia en la casa había sido denunciada por un familiar muerto de miedo que, a la primera bofetada, se apresuró a colaborar con los agentes que buscaban al clandestino.


Aquel hombre que se llevaron con tanto alboroto, era un dirigente de la CNT, la organización anarco sindicalista, quien, aunque no había matado ni a una mosca, fue calificado de peligroso social, y condenado a muerte, sentencia que luego fue conmutada por cadena perpetua, y que en la práctica se tradujo en once años de reclusión. Si las cuentas no me fallan, su puesta en libertad precedió el pacto del franquismo con Estados Unidos y los primeros tímidos intentos de apertura al mundo del régimen autárquico nacional católico.


Cuentan las crónicas familiares que la actitud de aquel hombre frente al tribunal militar, tuvo que ver con la severidad de la sentencia, pues les negó su legitimidad para juzgarlo por su condición de militares rebeldes a la legalidad republicana, pero nunca escuché calificar esa actitud de heroica o épica, sino de normal y ordinaria. Por otra parte, aquel gesto, tuvo la consecuencia inmediata de que otros miembros de la familia se movieran activamente buscando influencias entre los vencedores para conseguir la conmutación de la pena.


Pero cuando eso sucedió, el bebé recién nacido apenas contaba unos meses, y su conciencia del mundo se reducía a intentar extraer del pecho de su madre su ración de leche materna, demasiado aguada por el peso excesivo de las acelgas en el régimen alimenticio de la época, y a expresar su protesta, de modo permanente, con un llanto persistente que rompía los nervios de todo aquel que lo escuchaba.


Mientras, en las calles, se sucedían las procesiones religiosas por cualquier motivo, incluso sin motivo alguno, y en medio de la lluvia, los curas castrenses paseaban sus negras y torvas figuras, con las sotanas marcadas con un cordón rojo, por las aceras mojadas, con la mano extendida y el anillo presto a ser besado por cualquiera que sufriera el azar de cruzarse con ellos.


En aquel otoño obstinadamente húmedo y lluvioso, las gentes del barrio solo podían escapar de la melancolía entregándose a la atmósfera viciada de los cines de reestreno, tan numerosos entonces. Después del visionado de tres o cuatro películas, las madres acudían a recoger a sus chavales que habían pasado allí la tarde para escapar de la insistencia de la lluvia, los arropaban con la bufanda, los cubrían con el paraguas y regresaban a sus casas con la conciencia de ser, únicamente, supervivientes.


Cuento todo esto porque la lectura de Los Girasoles Ciegos, de Alberto Méndez, un testimonio narrativo del holocausto español, ha inducido la búsqueda en mi memoria de ese recuerdo, a través de la potencia evocadora de unas pequeñas tarjetitas, llamadas emblemas, que había que comprar en las taquillas de los cines en los años cuarenta, sin cuyo donativo obligado a la causa nacional, los espectadores de la época no podían acceder a las salas cinematográficas, para curarse de la melancolía de aquellos otoños oscuros y lluviosos, cuando todos los actos de la vida de la gente estaban marcados por la lluvia, llovía durante semanas, sin interrupción, y el único consuelo para zafarse de esa desolación era ir al cine. Y todavía hay gente que defiende el franquismo. Se ve que no tienen memoria.


Lohengrin. 1-07-08.

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