Intrigado por esta sospecha, abro una reflexión para intentar conocer si esa impresión es cierta, y porqué. A primera vista, escribir sobre el pasado de uno parece un ejercicio de nostalgia de una etapa de la vida que se supone mas activa y mas feliz y que, desde la inacción de la edad mas o menos provecta, uno intenta una recuperación imposible desde un estado carencial.
Sin embargo, cuando la edad tardía va acompañada de un notable incremento de la actividad creativa, como es el caso de tantos escritores, y se conservan todavía muchos otros estímulos vitales que desmienten ese estado carencial, uno se plantea la pregunta de porque la evocación de un pasado que, tal vez, fue mas carencial, genera un potencial literario tan fuerte, y una de las posibles respuestas es que son las emociones, no la nostalgia, las que están presentes en esas evocaciones.
Hay algo en los seres humanos capaz de integrar en la memoria viva del sujeto, para toda la vida, olores, sabores, imágenes, momentos, singularidades, de una potencia evocadora impermeable al paso de las décadas y cuando esa facultad que tenemos todos de sentir, fabular, recordar, se une a la necesidad de expresarla en la escritura, el resultado se traduce, a veces, en las páginas mas brillantes de las que es capaz la memoria. La memoria, si, porque en esos casos, la escritura es un simple gesto, un automatismo que transcribe lo que antes se ha cultivado, recreado, macerado en un proceso larguísimo que a veces alcanza el medio siglo.
Por eso, al leer algunas páginas de García Hortelano, tocadas por ese raro lirismo que aflora en ocasiones en la evocación de la memoria, he tenido la sensación de contemplar una obra de arte en un museo, una figura de terracota del arte persa que condensa seis milenios de civilización, o una cerámica picassiana creada en el siglo veinte, recreando el arte primitivo, con las mismas verdaderas emociones del alma humana, que son intemporales.
Paradójicamente, en esas pocas páginas tocadas de auténtica humanidad, la memoria deviene entonces, no nostálgica, sino intemporal, y es esa humana intemporalidad emocional la que suministra la energía para que la creación del lenguaje, libre de las ataduras de lo cotidiano, exprese lo mejor de si misma, de su estilo, su lirismo y su verdad.
Tuve esa sensación, por primera vez, leyendo las páginas finales de El reino de este mundo, de Carpentier, que cita García Hortelano en una de sus breves crónicas, la misma que se ha repetido al reconocer en Las migraciones de agosto del propio García, la sencillez emocionada, la potencia evocadora del recuerdo, “En aquellos veranos de la miseria y del boato, agosto duraba tres meses largos...”
Entre mis viejos papeles he encontrado la enésima variación del arranque de un libro que nunca escribiré,
“La luz de julio desborda la calle suburbial y el agua de la fuente pública enfría los adoquines. Mientras las líbélulas púrpuras y doradas quedan suspendidas en el aire traslúcido del verano, un niño de seis años, armado con una caña, se dispone a ejercer su certera crueldad infantil...”
La luz de ese estío quedó grabada en mi memoria. Es la fuente primigenia de mi necesidad primordial de la escritura, y tiene poco que ver con la nostalgia y mucho con el carácter universal de las emociones humanas.
Todas las historias que han venido detrás, tienen su origen en ese momento, y es la energía que subyace en esas tres líneas de palabras la que me mueve a seguir escribiendo, y no creo que eso pueda calificarse de nostalgia por el paraíso perdido. Parece otra cosa, es mas bien, el descubrimiento de la propia sensibilidad, de la propia inclinación narrativa, el reconocimiento de la vida como una fuente de experiencias y emociones que, maceradas por la memoria, lentamente, con el paso del tiempo, imprimen carácter. En el orden del carácter, hay espacios de libertad, en el del destino, la felicidad no tiene sitio (Ferlosio).
En fin. La memoria.
Lohengrin. 7-03-08.
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