Me gusta Londres. Me gusta, mas que nada, el ambiente de tolerancia ácrata que se respira en esta ciudad en la que desearías quedarte a vivir, pero donde los alquileres se pagan por semanas a precio de caviar de belluga. Me deja pasmado que en el British Museum nadie te mire mal si pasas de dejar el donativo en la entrada, que la gente pueda hacer las fotos que le de la gana a cualquiera de las miles de obras de arte antiguo que hay expuestas, que no tengas que pasar por el arco de detección de metales y que no haya en el museo maderos que te cacheen, aunque tengas pinta de mangui con la barba, la gorra y las gafas de sol puestas en un día nublado. Me encanta que los pedestres –como nos llaman a los peatones-- nos pasemos por el forro los semáforos en rojo, aunque me producen cierta paranoya los letreros pintados en la calzada –mire a la derecha, mire a la izquierda-- con lo fácil que sería hacer mas uso de los pasos cebra. Me divierten los taxis nuevos disfrazados de modelos antiguos y la actitud desinhibida de las mujeres inglesas, las mas lanzadas de Europa que yo conozco, obligadas como están a competir con las orientales que, por lo que yo he visto, se levantan a uno de cada tres autóctonos.
Me gustan las casas de cuatro alturas y ladrillo rojo de Rosary Gardens, la calle de Kensington en la que vivo, y la suave lluvia que acaricia la piel al salir del zagüan de esa casa, cerrado por una verja de forja, a las nueve de la mañana del tercer día de mi estancia en la ciudad. Me gusta Londres, y es un inconveniente menor que, cuando has aprendido a pedir un coffe white, te pregunten en inglés si es para llevar a para tomarlo allí, porque, aunque no te enteras, hay una guapa camarera latina que te saca del apuro. Me gusta Hyde Park, a las seis de una tarde de sol, y el aire indolente que respiran los cientos de personas que retozan sobre el green sin hacer nada. Me gusta Londres y la grandeza de sus monumentos neoclásicos, el urbanismo de sus plazas y parques, y todas las demás cosas que voy descubriendo y que me dispongo a relatar. Me gusta Londres.
Un vuelo tranquilo. Despegamos del aeropuerto de Heliópolis a las 14,20h. y la navegación en un mar despejado, por encima de las nubes, nos regala una travesía relajante, contemplativa. Los claros nos permiten ver las líneas de costa de Francia y Gran Bretaña, separadas por el canal, después de una hora y media de vuelo, cuando el avión vira para situarse por encima de la isla y tomar el pasillo aéreo que nos conduce a Heatrow. Aterrizamos sin novedad, compramos una tarjeta con validez semanal para el metro y los autobuses urbanos, y después de treinta minutos de trayecto en el Underground, salimos a la superficie en Gloucester Road, a escasos minutos de la casa de Kensignton donde hemos reservado alojamiento, Apartamentos Aston.
Con el entusiasmo de los novatos, nos lanzamos enseguida a la calle. Pasamos junto a Hyde Park y lo pateamos desde la acera. Seguimos hasta Bloomsbury, las calles mas pijas de Londres, el barrio de los anticuarios y los subastadores, casas palaciegas y pafs elegantes donde guardaespaldas indonesios con chaleco reflectante y bombin, custodian la seguridad de los ricos que se divierten en las aceras con la copa en la mano, con el mismo aire decadente y sobrado de los personajes de las novelas de costumbrismo burgués. En las aceras, coches deportivos carísimos aguardan a que el criado de turno, tocado con su bombin, recoja el coche para el amo, mientras el suave clima de la tarde democratiza la fiesta con su generosidad que no distingue a los ricos de los miserables.
Deslumbrados por la monumentalidad de las calles y las plazas, por el personalísimo urbanismo de los barrios residenciales londinenses, se nos pasan las horas, hasta que recalamos en un coreano, donde por setenta libras nos dan una muy aceptable cena para tres, que incluye seis cervezas coreanas. Sopa de algas –para compartir. Témpura de verduras. Pollo caramelizado –riquísimo. Arroz frito con huevo y verduras, otro con una mezcla de todo –un cuenco de cada, para compartir.
Fideos con marisco –una ración.
Después iniciamos una primera toma de contacto con London la nuit. Soho. Es martes, y no hay jazz hasta el jueves. Un largo pateo por sus calles. Una cerveza aquí, un café allí. Chinatown esta vacío de gente. Los chinos en la puerta intentando captar clientes, pero, como comprobaremos otra noche, los clientes están en otro sitio.
Paseando, llegamos hasta Picadilly, deslumbrante con sus pantallas luminosas, por lo demás, me pareció bastante semejante a la puerta del sol madrileña. Los cines y teatros anuncian, aquellos, los últimos estrenos, estos, los musicales de siempre, Cabaret, Los Miserables, y esa larga lista que aquí tiene una longevidad escénica inusual en otras ciudades.
Por todas partes se afanan en conseguir viajeros los nuevos coolies en sus carritos tirados por bicicletas, y quienes pululan por el soho lo hacen en un ligero estado de euforia alcohólica que les predispone al saludo y la conversación. Nada que ver con el aire algo estirado y formalista de Blomsbury.
En el centro de Picadilly, sentada sobre el bordillo de un pequeño templete circular, una mujer oriental abre una botella de champán, con un seco estampido. Es el botellón de aquí. En la esquina de un edificio cercano, se abre paso hacia la acera un conjunto escultórico de cuatro caballos que impresiona por su cercanía y su tamaño. Cansados del pateo, bajamos al Underground de Picadilly y tomamos el tren hasta Gloucester Road.
La pasión inglesa. La homosexualidad no es la pasión inglesa por excelencia, sino que lo es el bricolage. Esto se puede comprobar unos minutos antes de las nueve de la mañana, cuando ves por la calle a numerosas personas cargadas con su maletin de herramientas, sus tubos o cables, y a un gran número de furgonetas de contratistas, reparadores, antenistas y chapuceros, conducidas por auténticos especialistas del bricolage que se encargan de que esta ciudad de casas centenarias funcione y no se venga abajo, aunque a los w.c. les presten menos atención que en el continente.
Entonces te das cuenta de que es ese ejército discreto, cuya divisa es la taladradora y el martillo, junto con las numerosa plantillas de bares y restaurantes –no hay menos de seis en cada barra, el que permite que un millón de personas de fuera desembarquen cada semana aquí y que todo siga funcionando como la seda a pesar de esa invasión reiterada y cambiante.
De camino hacia el British Museum, pasamos por Trafalgar Square, dominada por la altísima columna que soporta la estatua de Nelson, aunque lo mas heroíco de por aquí es el bifee de buey atribuido a Wellington que sirven en el Green Door, 152 Gloucester Road, que recomiendo con absoluto entusiasmo.
Las salas del British reflejan la grandiosidad del despojo al que el imperio inglés sometió todas las tierras conquistadas. Aquí está el imperio asirio, casi en su totalidad, Todas las tribus culturales han sido saqueadas por estos isleños tan viajados, aunque tienen el buen gusto de conservar adecuadamente para disfrute universal, el producto de sus saqueos. El arte oriental, en particular, en sus diversos y variados orígenes, está representado de modo exhaustivo. Sepulcros, Momias y toda la parafernalia egipcia de la muerte, pero también la piedra Rosetta, Budas de todos los colores, tamaños y expresiones, de todos los orígenes, diosas hinduístas, una estatua femenina que explica, con su insólita belleza, el éxito creciente de las mujeres orientales en el mercado del sexo, y cuya foto voy a ver si escaneo para ilustrar esta entrada del blog.
Mención aparte merece el Partenón, cuyos mármoles están aquí, --.sujetos a pleito, porque los griegos exigen su devolución-- pero no solo aquí, porque la mayoría de las fachadas de los barrios residenciales londineneses incluyen un par de columnas y un frontis que son una evocación del cánon arquitectónico clásico griego.
Después de patear las salas de las culturas antiguas, asirias, griegas, egipcias y orientales, nos planteamos que no podemos abordar la visita de al menos otra parte de los 26.000 metros cuadrados de galerías, sin tomar un perrito caliente.
Reanudamos la visita y después de una foto junto a los filósofos griegos y otra a la roca de acero esculpida por un japonés que se exhibe en el patio del British, bajo una gran bóveda acristalada diseñada por Norman Foster, salimos a patear Trafalgar Square y Maifair, nos detenemos en el Covent Garden, donde un cuarteto de cuerda anima el cotarro entre las palmas de los allí presentes y nos acercamos a Oxford Street y Regent Street, llenas de escaparates para los aficionados a los trapos.
Londres es, ciertamente, entre otras cosas, una ciudad espectáculo con una arquitectura residencial que le da un carácter propio, una monumentalidad neoclásica y un urbanismo público realmente impresionantes, que se reflejan en sus edificios emblemáticos, el parlamento, la catedral de St. Paul y tantos otros, en sus extensos y numerosos parques, Hyde Park, Green Park, prácticamente uno por cada distrito, con numeroso arbolado en el green, además de las abundantes zonas verdes menores de los barrios residenciales y los patios ajardinados detrás de cada iglesia.
En cuanto a los londinenses, me ha sorprendido la formalidad discretamente elegante con la que visten, sobre todo en sitios como Bloomsbury y, aunque todavía no hemos visitado Camdem Tawn, solo hemos encontrado una muestra de radicalidad vanguardista en la orilla del Támesis, mientras tomábamos unas cervezas en una terraza elevada sobre el río. Una mujer con el pelo rapado y una coleta, que vestía una combinación de prendas multicolor, dominada por el verde y el rojo escarlata,
incluída una vaporosa falda corta sobre los coloridos pantalones ceñidos, todo muy exageradamente
exhibicionista. Por lo demás, el gris y el negro es lo que domina entre la gente de aquí que, en su mayoría, practica una discreta elegancia dentro del mas estricto formalismo.
La segunda noche de nuestra estancia en Londres, salgo de Rosary Gardens, 39, en Kensington, donde dormimos y mientras miro la luna que crece en la noche despejada alguien dispara unos cohetes, como si estuviéramos en Heliópolis. Me gusta Kensignton, un barrio residencial tranquilo, con sus casas de cuatro alturas, a dos pasos del metro de Gloucester Road que nos conecta con cualquier barrio de Londres.
El garito de Ronnie. El jueves dedicamos la mañana y parte de la tarde a la Tate Modern Gallery, y la noche a tres garitos, entre ellos el de Ronnie. Después de patear la Tate llegué a la conclusión de que con lo que vale el puñado de cuadros de Picasso de la colección permanente, se podría comprar un buen trozo de Hyde Park, la flota de autobuses entera y alguna tribu urbana. Entramos por el morro, no somos donantes ni mecenas de museos, pero para ver la exposición temporal de Duchamp, Man Ray y Picabia, tuvimos que retratarnos, once libras por cabeza, excepto la mía, que por las canas me rebajaron un pavo. Lo mejor fue un corto en blanco y negro donde estos cachondos se montan una curiosa escena de caza y un larguísimo entierro en calesa conducida por un camello, que hace que te partas de risa.
No voy a extenderme sobre lo que vi en la Tate, para eso están los catálogos, pero los tres cuadros de Francis Bacon, terroríficos, recordaban El Grito, de Eduard Munch, ese cuadro tan robado últimamente. Entre sala y sala, subimos a la planta séptima, donde hay una barra de bar con excelentes vistas de la otra orilla del Támesis. Una birra Cain´s, tres libras con veinte, claro que estás frente a lo mejor de Londres y en el interior del cubo de vidrio que remata el edificio de la vieja fábrica reconvertida que acoge el museo.
Cansados del pateo por las numerosas salas de la Tate, hacemos un receso para comer en la misma orilla. Un italiano con vistas a los grandes barcos amarrados que sirven de restaurante. Pasta. Pizzas y una botella de Frascatti, fresquito, valga la redundancia. Correcto y bien de precio.
Por la tarde, concluímos la visita a la Tate –lo vimos casi todo, Max Ernst, Miró, Picasso, algo de Juan Gris, Bacon, Kandinsky, Picabia, demasiados Picabia, diría yo, en fin, casi todos los fondos de la colección permanente. Luego nos fuimos a Harrod´s, para ver el departamento del papeo de lujo, donde se puede encontrar casi cualquier cosa cara, desde champán Krug, Dom Pérignon y caviar iraní, hasta chocolate al marc de champán. Una pescadería muy bien surtida. Alas de raya fresca a buen precio, camarones pelados, bandejas de pescado preparado para sushi. Unos mostradores de charcutería lujosa, con los mejores quesos, jamones de york, patés y fiambres. En la carnicería abunda el buey y puedes comprar rabo a cinco libras el kilo.
Agotada nuestra resistencia, regresamos a casa para descansar un poco, porque esta noche vamos a Soho.
Después de cenar en un Dim sum pescado y verduras al vapor, tomamos el metro de Picadilly en Gloucester Road y nos dirigimos a Soho. El garito de Ronnie, que según las guías turísticas es uno de los locales emblemáticos de jazz a nivel mundial, está completo, y hay que esperar al próximo pase. Es jueves y las calles de Soho están muy animadas. Mucho exhibicionismo en la vestimenta y los peinados rapados, entre los coolies que circulan con sus bicis arrastrando turistas en los carritos y gente muy saludadora y extrovertida porque a esta hora ya llevan unas cuantas copas.
Mientras esperamos la hora del próximo pase en Ronnie´s, bajamos a un tugurio de Hard Roc, el Arts Club, donde un grupo de tres músicos –canta una chica-- que se hace llamar Criminal Records, muy propiamente, se pasa de decibelios hasta el punto de que ciertos acordes, después de rebotar en el bajo techo del exiguo local, hacen que se te erizen los pelos por la brutalidad apocalíptica de su sonido. Como hace calor, la cantante rubia que toca la guitarra se queda en sosten, un modelo negro bastante convencional, lejos de los colorines de los sujetadores que acostumbran a exhibir las mujeres inglesas en los jardines cuando sale el sol.
Dejamos morir media hora en el Arts Club y cuando salimos a la calle, en el Ronnie´s ya ha quedado libre el aforo para el segundo pase de la noche. Actúan los músicos residentes, un pianista –muy bueno, un bajo y un batería. El local, muy bien iluminado y con una sonorización perfecta, reparte al público en mesas separadas, situadas en una estructura de gradas, de modo que la visibilidad y la audición es buena desde cualquier punto de la sala, sin ángulos muertos. Nosotros estamos en una mesa al lado de los músicos.
La sesión transcurre con ese buen rollo entre los músicos, y entre ellos y el público, característicos de las jam sessions, cuando de un modo casual se incorporan dos intérpretes nuevos, que cantan y se intercambian el piano, mientras el pianista se pasa al bajo y sale otro batería. Se van los músicos que comenzaron y se hacen cargo de la sesión los nuevos que han llegado. El pase se prolonga hasta la una, desmintiendo el tópico de que aquí, a las ocho de la tarde, todo está chapado.
Después, callejeamos un poco, entramos en Little Italy, donde una titi de un metro ochenta, con minifalda, lleva unas cartucheras con una botella de vodka y unos cuantos chupitos. La gente baila muy animada en el estrecho espacio del bar y un tipo estrella una cerveza contra el suelo y me salpica la chaqueta, pero como es sintética, en unos minutos está seca y sin rastro de manchas. El personal del local le llama la atención al tipo de la botella rota, pero ha sido un acto involuntario y la cosa no va a mas. Hacia las dos, tomamos un autobús equivocado, después pateamos un poco y al final tomamos un taxi que nos lleva a Kensington.
Camdem Town. Es como un enorme zoco marroquí o turco. Una medina laberíntica donde se mezclan las tiendas de ropa, zapatos, artesanía y comida caliente, que incluye algunas de las tiendas mas futuristas que existen en el planeta y los objetos mas raros que uno pueda imaginar, desde balones de putching, hasta medallas del ejército ruso, ropa militar, y unos frasquitos que se venden como ambientadores, pero que resultan ser, según un enterado, dilatadores anales.
Cualquier extravagancia que a uno se le ocurra, se puede encontrar en esta arquitectura de túneles de ladrillo, que parece una antigua cisterna de agua, decorada con unas sensacionales lámparas de un tamaño enorme, donde las tiendas se comunican unas a otras, sin solución de continuidad y donde, lamentablemente, hay una prohibición estricta de tomar fotografías. Es necesario dedicar una mañana entera y parte de la tarde a la visita a los sucesivos mercados que vas encontrando en cada calle, en cada sitio escondido e imprevisible, sin que lo extenso del lugar te permita hacer una visita exhaustiva, pues este es uno de esos lugares que hay que visitar varias veces para hacerse una idea cabal de su contenido.
Cuando crees que lo has visto todo, tropiezas con un lugar bucólico, un puente sobre un canal con una perspectiva veneciana, unas viejas cuadras en restauración donde hay unas fotografías expuestas que incluyen a todos los grandes músicos contemporáneos. Sexs Pistols, David Bowie, Bob Dylan, Presley, Bob Marley, Rolling, Beatles, The Smiths, The Ramones, Steve Wonder, Ray Charles, están presentes, entre otros, en la extensa muestra, y el cartel de la Xula que está en un tenderete del exterior, no desentona para nada de esta colección de famosos de la música.
Cuatro horas de pateo por este zoco lleno de sorpresas nos han dejado exhaustos. Después de comprar en un puesto callejero unos fideos chinos con pollo caramelizado, los devoramos sentados junto a una valla y, después de dedicar otra hora a las compras que faltaban, luego de un paseo por Leicester Square que nos viene de camino en un enlace de metro, hemos vuelto a Kensington y nos hemos tirado en la cama, rendidos de cansancio, para reponer fuerzas, pues esta noche volvemos a Camdem Town, para ir a otro garito, el Jazz Café.
Salgo a dar un corto paseo por Kensington, mientras fumo un cigarrillo. Es viernes y la presencia de gente en la calle a esta hora, las siete de la tarde, se multiplica exponencialmente. Me como el barquillo que llevo dos días en el bolsillo. La galleta de la suerte que nos dieron en algún restaurante oriental, con un papelito enrollado en su interior que decía alguna cosa amable. Nuestra estancia en Londres alcanza el tramo final. Esta noche hay un sinfin de espectáculos y actuaciones musicales en directo en la ciudad, pero mis acompañantes han optado por el Jazz Café. Mañana, antes de tomar el avión de vuelta a casa, daremos un paseo por Portobello.
Es mucho el sueño y el cansancio acumulados en estos cuatro días en la ciudad mas estimulante de Europa, pero se puede recuperar uno cenando en el Green Door, 152 Gloucester Road, un Beef Wellington, media libra de carne envuelta en hojaldre, bien especiada, acompañada de una botella de tinto surafricano.
Además de la carne, tomamos una ensalada con queso azul, y un suculento postre, Apple con Ice cream y galleta tostada rallada y nos fuimos al Jazz Café. Rollito Funky hasta las dos de la mañana. Algo monótono, pero bien. Los anglos, simpáticos y saludadores porque ya llevaban tres copas triples, me hablaban con cordialidad, pero yo no entendí ni un pijo de lo que decían, excepto a aquel tipo que me preguntó si yo era americano. Si era americano hortera, quiso decir, porque la pinta que tenía yo, con la barba, la gorrita de la escudería Williams y las gafas de sol a las dos de la mañana, ni te cuento.
Un corto resumen de lo que es el personal de Londres se puede ilustrar aludiendo a la cena que nos sirvió un camarero ruso, las titis angloafricanas y orientales que frecuentaban el garito, y el taxista iraquí que nos devolvió a casa --treinta libras, mas la propina que le dimos al conseguidor del taxi.
O sea, eso que llaman melting pot.
Portobello.La mañana del sábado, antes de embarcar en el vuelo de regreso, fuimos a Portobello, cerca de Noting Hill. Cumplidos los objetivos básicos del viaje, Kensington, Royal Albert Hall, Hyde Park, Bloomsbury, Green Park, St. James Park, Abadía de Westminser, el Parlamento y el Big Ben, London Eye, Tate Galery, Regens y Oxford Street, Trafalgar Square, British Museum, Picadilly, Soho, Chinatown, Maifair, Covent Garden, Leicester Square, Harrod´s, Camdem Town y asumida la renuncia a la Torre de Londres, Buckingham Palace, otros palacios y sus protocolos monárquicos, que no nos atraían nada, solo nos quedaba patear los mercados de Portobello que resultaron ser no mas pequeños que Camdem Town, pero algo menos interesantes.
Al menos, eso me pareció a mi. Aunque tambien aquí se pueden encontrar las cosas mas raras. Además de las numerosas casas de antigüedades, está el bar García, donde puedes almorzar tortilla de patatas y tomar cerveza Cruz Campo. Tambien puedes ver en la calle a un par de tipos debajo de una sombrilla cocinando un par de exóticas paellas de gran tamaño.
Agotado el tiempo de que disponemos, emprendemos el regreso por las aceras mas despejadas de gente. Tomamos el metro hasta Gloucester Road, para recoger las maletas que hemos dejado en el apartamento. Despues nos espera un trayecto de unos cuarenta minutos hasta Heatrow. No sabemos de que terminal saldremos. Filmamos el paisaje que se ve desde la ventanilla hasta llegar al aeropuerto. Una breve consulta nos confirma que hemos elegido bien, salimos de la terminal 2, no hace falta desplazarse hasta las otras terminales mas alejadas. Una fina lluvia, muy londinense, marca el irrevocable final de este interesante viaje a una ciudad que, la primera vez que la pisas, te produce unas irresistibles ganas de volver. Me gusta Londres, si. Ahora lo digo con mas conocimiento de causa.
Es un inconveniente menor haber tomado el metro en Gloucester Road a las 13 h. y entre traslados, esperas, aviones y metros, llegar a destino, teniendo en cuenta la diferencia horaria, a las nueve de la noche. Llegas muerto, pero con la sensación de que ha valido la pena. Seis páginas. Menudo curro de crónica me ha salido. Espero que le sirva a alguien de algo.
Lohengrin. 19-05-08.