lunes, 5 de mayo de 2008

PASEO POR EL CAMPO

Floto en el aire traslúcido de mayo, mientras desciendo por la abrupta vereda, rota por el antiguo ir y venir de las ovejas y en los márgenes del camino revientan los colores de la primavera. Amarillos brillantes de los arbustos en flor, azules violáceos y rojos escarlata de las todavía escasas amapolas que salpican los ribazos.


Ma acompaña un amigo a quien llamaré lector veloz, porque lo ha leído todo, sin enterarse de nada. Mientras descendemos por la vereda en busca de la carretera por la que acceder al camino que sube al santuario –una ascensión de hora y media por un ancho camino de tierra trazado evitando las pendientes excesivas-- me habla del último libro que ha leído, trescientas páginas, y de lo poco que le ha durado. Hablamos del Ulises de Joyce, y de Musil y su Hombre sin atributos, tres mil páginas con las que aún no se ha atrevido.


Mientras lector veloz sigue con su compulsiva actividad discursiva, miro las amapolas junto al camino y recuerdo que, hace diez años, hice una infusión de amapolas que al beberla no me produjo efecto alguno, por ser de una variedad distinta de las que cultivan en Afganistan los señores de la guerra, tan ricas en principios activos opiáceos que sus productores suministran mas de la mitad de la demanda de los mercados del narcotráfico. Es probable que los soldados de Bush allí destacados estén pringados con ese tráfico y consumo, como lo estuvieron en Vietnam, pienso, mientras dejamos atrás los sembrados y salimos a la carretera.


La aldea silenciosa emerge suavemente iluminada por el sol tibio de las diez de la mañana. La dejamos a nuestra derecha y tomamos el corto tramo asfaltado para buscar el desvío que conduce al santuario. No circula ningún vehículo, salvo algún tractor que se dirige a las parcelas cercanas para labrar las viñas, donde afloran los primeros retoños.


Tomamos el camino del santuario y me sorprende que el número de viñas emparradas supera ya a las que aún se cultivan por el método tradicional. Las vides de estas últimas duran hasta setenta y cinco años, mientras que las emparradas no suelen superar los veinte, aunque dan una producción anual mayor durante su mas corta vida, con la ayuda del riego por goteo. Tambien aquí se impone el corto plazo, el enriquecimiento rápido, que es la consigna que domina ya cualquier actividad económica, pero aquí se ha puesto de moda el emparrado cuando en otros lugares lo están abandonando, porque es menos sostenible, y a la larga menos rentable.


El paisaje por el que se adentra el camino es de un puntillismo geométrico y por todas partes dominan las plantas alineadas junto a estacas metálicas, sobre la tierra arcillosa. Una combinación cromática, la del verde de las hojas y la tierra rojiza, presente en toda la comarca, que es tierra de vinos y de buenos embutidos.


Hemos de superar, lector veloz y yo, un desnivel de unos doscientos metros y cuando se acaban los sembrados y las rectilíneas viñas, el paisaje cambia, y el camino se interna entre bosques de pinos y arbustos que, con intervalos variables, ofrecen su sombra al caminante, para que se detenga y se recupere de la fatiga de la ascensión.


Al llegar al último tramo del camino, el que tiene mas pendiente, acelero el ritmo de mis pasos. Siempre me ocurre. Ante la mayor dificultad en el ascenso, mis piernas se disparan, en un impulso involuntario con el que trato de abreviar lo abrupto del camino. Sin querer, dejo atrás a lector veloz quien, cuando luego me alcanza, se sorprende de mi actitud al acelerar el paso en los repechos.


Superados dos tercios del recorrido, a lo lejos se adivina una casa entre los árboles que se utiliza como retén de los bomberos forestales, mientras que por la derecha hemos dejado atrás el monte en cuya cumbre se ven las antenas de un centro de comunicaciones.


Seguimos el sinuoso trazado del camino entre árboles viejos y a cinco minutos de alcanzar el santuario, que no podemos divisar a pesar de su cercanía, porque los bosques de pinos y el lugar en el que está situado lo ocultan a nuestra vista, un automóvil pasa junto a nosotros, levantando un reguero de polvo. A través de los cristales de las ventanillas del coche, que no están tintados, vislumbramos que está ocupado por dos mujeres, que se besan con una pasión urgente, mientras las vemos alejarse.


Cinco minutos después, en la zona de recreo del santuario, ocupamos una mesa de madera y tomamos unas cervezas frescas, que nos saben a gloria, en nuestros paladares resecos por la caminata, mientras las dos mujeres del coche que están al lado y tienen unas figuras esbeltas, rostros atractivos –las dos son morenas-- y una piel suave, descubierta a la altura del ombligo, se tocan impacientes por debajo de la mesa, cuando el campanario da las once y media.


Lohengrin. 4-05-08.

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