miércoles, 27 de agosto de 2008

EL MARAVILLAS

He bajado al Maravillas, después de ir al mercado, pero la puerta estaba medio echada porque están de reformas, antes de su apertura el próximo uno de septiembre. El Bar Maravillas es un pequeño mundo, (hoy, me jode escribir microcosmos) doméstico, casi privado, aunque frecuentado cuando está abierto por una fauna muy variada, comenzando por el raro animal que soy yo.


Predicadores evangelistas, mercheros, madres y abuelas fumadoras acompañadas de sus bebés, un tramoyista jubilado a quien me alegró ver recuperado de sus dolencias antes de que echaran el cierre por vacaciones, algún pintor cubano que está de paso, jóvenes incapacitados para el trabajo que viven de su pensión, otros perfectamente capacitados para el trabajo, pero de quienes nunca he sabido que estuvieran en activo.


A ese personal se añaden desempleados coyunturales, conductores de camión que hacen rutas internacionales, habituales del “yate”, (ya te pagaré) que pueblan la nómina de deudores que se custodia en una misteriosa libreta con tapas negras de hule, vendedores de servicios telefónicos, albañiles y chapuceadores, empleados/as de la limpieza pública, paisanos y vecinos varios. Todos ellos, y algunos mas, constituyen la variada población que suele habitar este lugar, hoy, prácticamente deshabitado.


El jefe de todo eso es Tony, un profesional de la hostelería al servicio de la propiedad familiar, quien, en cuanto te ve entrar por la puerta, ya sabe lo que tiene que ponerte. Los días de cobro de nóminas o pensiones, se situa tras la barra como si fuera un bancario en su ventanilla y procede a realizar los ingresos de los deudores, calificar a los morosos, declarar las insolvencias definitivas y, en general, a sanear la economía del bar, sin cuya higiénica práctica el no podría cobrar su salario mensual.


Es un artista quemando ron y haciendo combinados, si se los pides. Un ave rara en estos parajes periféricos, donde en otros establecimientos similares no se andan con tantas lindezas. Si se tercia, deja entrar en su cocina a algún pescador que vuelve con algo en el cesto, para que lo cocine el mismo, a condición de que sea fuera de las horas en las que ese lugar está gobernado por la cocinera que se dedica, recién abierto el bar, a preparar el condumio para el almuerzo de los barrenderos y otros madrugadores, y que luego se marcha.


El Maravillas es, además, un buen observatorio para los curiosos. Allí puedes ver, traslúcidas debajo de la piel, diferentes clases de almas. Almas enérgicas, vitales, jóvenes y emprendedoras, dispuestas a merendarse el día sin tiempo para la duda. Otras cansadas, casi muertas, tan abatidas que, cuando el alojamiento en el que habitan sale por la puerta del bar, se quedan acodadas en la barra con una rara expresión de profunda melancolía, solo visible para los románticos y los fabuladores.


El Maravillas es, no quería decirlo, un microcosmos. No doy sus coordenadas. El aforo es limitado, ya saben.


Antes, como decía, he ido al mercado, porque hoy es miércoles, el día del ritual del arroz al horno, que es el hilo que todavía sostiene nuestras relaciones paterno filiales con nuestros hijos emancipados y medio emancipados, que ya se han ido, pero regresan cada miércoles como pájaros migratorios a picotear en el plato.


Horno. En Agosto, parece una palabra terrible, pero al tratarse de un arroz seco, gratinado, si lo dejas reposar lo bastante, no es tan terrible, al contrario, los comensales suelen dejar la cazuela vacía.


El alma del mercado de Russafa, hoy, parecía una tundra deshabitada. Solo un par de puestos de pescado abiertos, Roger, nuestro charcutero habitual, cerrado, pero hemos comprado en Guillot

medio kilo de costillas de cerdo, troceadas, un cuarto de panceta y otro cuarto de morcillas de cebolla.


Cuando esta entrada del blog esté publicada, sofreiremos en una sartén, con tres cucharadas de aceite de oliva, una cabeza de ajos, la carne, la panceta, las morcillas, media cuarta de garbanzos remojados y una patata cortada en lonchas gruesas.


Cuando esté todo sofrito, lo sacaremos de la sartén, y sofreiremos, en el mismo aceite, añadiendo pimenton dulce, una taza de arroz por comensal. Una vez sofrito el arroz, lo sacaremos de la sartén, en la que pondremos siete tazas de agua a calentar, un poco de tomate frito, azafrán y sal. Cuando esté caliente, lo echaremos en una cazuela de barro, especial, de borde bajo, a la que se habrán incorporado previamente todos los ingredientes del sofrito. Lo removeremos un poco, con cuidado, para repartir todos los ingredientes en la cazuela. Después de calentar el horno durante un cuarto de hora, meteremos la cazuela al horno a doscientos grados, durante una hora. Los últimos cinco minutos dejaremos que se gratine.


Hay quien opina que el arroz al horno solo debe recibir veinte minutos de cocción, a partir del momento en que el agua entra en ebullición. Lo cierto es que, a nosotros, lo de la hora nos funciona. El arroz sale entero y suelto. Será que el horno es muy lento y tarda en hervir el agua?


La verdad, es un coñazo. Si hoy estuviéramos solos, con un par de tacos de lomo de bacalao a la plancha y unas judías finas salteadas con ajo y jamón, nos apañamos. Pero, el arroz al horno de los miércoles es para nosotros un ritual, el hilo que nos permite sostener, a pesar de su fragilidad, las relaciones paterno filiales con nuestros hijos emancipados, o medio emancipados.


En fin. El Maravillas. Arroz al horno. Tacos de lomo de bacalao, fresco o desalado, a la plancha, con judías salteadas con ajo y jamón. Tengo un problema. ¿Donde pongo este batiburrillo? Lo pondré en la sección de cocina? O en la de Crónicas de viajes y lugares? Echaré una moneda al aire. Va por ustedes. Ha salido Crónicas de viajes y lugares.


Lohengrin. 27-08-08.





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