sábado, 15 de octubre de 2011

COSAS/OFICIOS

Veo a mi nieto, que apenas tiene seis años, ocupado con ingenios electrónicos de tamaño reducido, y no puedo evitar pensar que en apenas tres generaciones, en poco mas de sesenta años, los niños hemos pasado --yo, al parecer, aún soy niño, o presento rasgos inmaduros-- de correr detrás de un carro para robar zanahorias, o caer bajo los cascos de la mula del lechero, a la condición de consumidores de una industria que hace apenas treinta años estaba en sus inicios y gracias a la miniaturización de las baterías y otros componentes, se ha vuelto tan omnipresente, que genera la mayor parte de las reclamaciones que llegan a las dependencias de defensa del consumidor.

Este cambio tan evidente, tiene, como todo, al menos dos caras, por un lado lo que Sampedro llamaba la aceleración técnica (tecnológica), por otro, la gradualidad, dentro de esa aceleración, que impone un periodo de mas de medio siglo.

No se me ocurre otro modo de glosar la evolución de las cosas que nos rodean en cada momento, que a través de los muchos y variados oficios en los que me he ocupado a lo largo de mi vida, aún a riesgo de resultar reiterativo, ustedes perdonen.
(...)

Ejercí de botones en una consultoría fiscal, y el objeto que tenía mas presente entonces era una máquina de liar cigarrillos, marca Victoria, con la que elaboraba cigarrillos para el jefe. Quien hubiera dicho, entonces, que mas de medio siglo mas tarde el tabaco para liar se pondría otra vez de moda, a causa de la crisis. Un día abrí la puerta de la oficina --mi obligación principal--y entró una mujer opulenta y tetuda envuelta en una nube de perfume de violetas y a partir de entonces comenzó a brotarme vello en el pecho, y abandoné la pubertad.

En ese mismo lugar de trabajo, me confiaron después la jefatura de la sección de contabilidad y lo primero que hice al hacerme cargo de esa responsabilidad fue proscribir la redondilla e imponer el bolígrafo. El bolígrafo es uno de esos objetos que marcaron la historia de la evolución tecnológica, pero ahora, desde la distancia, me parece un crimen ético y estético haber suprimido aquellas plumillas insertadas en pulidos mangos de madera, que se usaban por lo menos desde antes del siglo XVII y, aunque parezca increíble, aún estaban en uso mediado el siglo XX.

La hermosa inutilidad de aquellos trazos de amanuense, llenos de exóticas curvas y arabescos, que ahora evocan a los monjes de 'El Nombre de la Rosa' inclinados sobre el scriptorium, fueron sustituidos sin piedad, por mi, en favor de la impersonal letra de palotes realizada a bolígrafo y, si bien el jefe alabó mi sentido de la productividad, desde mi actual vocación por la palabra, aquello me parece una decisión infame.

Luego ejercí de contable en diversos lugares, un negocio de óptica, --practicaban un margen de beneficio del mil por ciento-- otro de servicios de ambulancia y asuntos funerarios, --allí aprendí que la gente se muere mas en noviembre, tengan cuidado-- hasta que llegué, mediante el clásico anuncio en el periódico y la oportuna selección, a una empresa de Proyectos e Instalaciones Industriales, en la que permanecí unos cinco años. Debió ser a fines de los sesenta. Aunque parezca increíble, en ninguno de esos lugares de trabajo, hace menos de medio siglo, había ordenadores.

El patrón era muy majo, un ingeniero 'moderno', que nos pagaba dietas solo por asistir a reuniones de trabajo en la sede de la propia empresa. Luego me promocionó a director financiero de otra empresa gasistica que montó. Yo no tenía a nadie a quien dirigir, pero al patrón le gustaban los nombres rimbombantes porque había leído mucha literatura francesa sobre gestión de empresas.

No crean que la empresa gasística era un simple depósito de butano, nada de eso. Se firmó un contrato con una firma de París para fabricar aparatos con licencia de allí y se construyó una planta enorme en Ribarroja para tratamiento y envasado de gases G.L.P. Recuerdo que cuando fuimos a comer al Náutico para celebrar la inauguración de la planta con los socios franceses, ya no se pudo pagar la factura del arroz con langosta.

Después de aquel fiasco, tuve que buscarme la vida. Vendí libros, contratos leoninos de asesoramiento de una empresa de Madrid que tenía toda la pinta de ser una organización gangsteril, hasta que recalé, tras la oportuna selección otra vez, en un conglomerado de exportación vinatero donde al final me confiaron la supervisión de empresas participadas, que eran, al principio, solo tres, una en Madrid, que cerró, otra en Requena, que también cerró, y otra en San Juan de Requena, que fue vendida después de que yo me hubiera marchado del grupo. Tanta mortalidad empresarial, me recordó mi etapa de contable en la empresa funeraria. Mientras estuve en ese grupo, también me dedique a actividades docentes, en un par de fundaciones, en algún seminario de verano en tierras gallegas, y en un paréntesis en el que probé fortuna en una industria de maquinaria para panadería, sin éxito, me suena que di clases en un liceo.

Por fin, cuando abandoné el grupo exportador, encontré, tras la consabida selección, una empresa que estuvo plenamente relacionada con el objeto de este farragoso relato. Si bien, mientras estuve en el grupo exportador aparecieron cosas a mi alrededor dignas de mención, los primeros sistemas informáticos, grandes, medio inútiles, aquellos cacharros de IBM en los que metías información sin poder visualizarla de modo interactivo, no fue hasta que conocí a Juan Ramón, el gerente de una empresa tecnológica industrial que estaba a la vanguardia del sector, cuando tomé conciencia de que el mundo estaba cambiando, a una velocidad acelerada.

Juan Ramón se daba el lujo de viajar con un teléfono Motorola, que costaba medio kilo y pesaba tres, --aún no había móviles-- y tenía una docena de físicos trabajando en I+D,
eso de lo que muchos hablan tanto pero casi nadie practica en realidad. Juan Ramón, si.

Aquellos tipos medio pirados se tiraban ocho horas seguidas en el ordenador diseñando aplicaciones nuevas de electrónica industrial, hasta que llegaron los de Dragados y se los cargaron de un plumazo. A Dragados no le interesó la física, solo una aplicación determinada, esa que permite que ustedes circulen por las autovías y vean unos carteles
--solo si no les da el sol, si les da el sol, no se ve un pijo- que informan si hay obras o atascos, o no, cual es la consigna semanal de la DGT,y otros mensajes que procuran una circulación mas segura.

Dragados hizo un negocio redondo con los cartelitos, pues la DGT le pagó 3.000 millones, ¿o fueron 1.500? de las pelas de hace mas de quince años por el invento.

Cuando terminó el plazo de cuatro años del contrato que había firmado con la empresa de Juan Ramón, comencé un peregrinaje por empresas cada vez mas decadentes, pero en todas ellas estaba ya presente el ordenador personal. Alguna promotora de viviendas, donde aprendí la estrategia de Juan el del Yate, --ya te pagaré- una industria de joyería, mas bien, bisuteros, que quebró, una industria del mármol (no funerario), que fue la última en la que trabajé. Esta última etapa coincidió con la expansión de la informática personal, de los móviles y las primeras agendas electrónicas.

Ahora soy incapaz de nombrar cada uno de los ingenios electrónicos que salen cada día al mercado, y cuando veo a mi nieto usar uno de esos cacharros de tecnología miniaturizada, no puedo dejar de pensar que en solo tres generaciones los niños hemos pasado, de la edad del carro, a la de la omnipresente electrónica de consumo.

He de confesar que los números, la economía, la fiscalidad, han dejado de interesarme desde que puedo dedicar mi tiempo libre mas intensamente a la palabra. Aunque tal vez en esta página estoy abusando de ella. Intuyo, sin embargo, que esta pasión tardía por la palabra, solo es la antesala de una dedicación definitiva al silencio, a la que todos estamos finalmente obligados.

En fin. Cosas/Oficios.

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM)15-10-11.

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