jueves, 23 de agosto de 2007

EL NORTE

Hola. Ya estoy aquí. Vuelvo a dar la lata, como prometí, aunque no pienso revelar desde donde conecto. La cosa va del viaje a Euskadi.

El olor de los tamarindos nos sacudió los sentidos en el tercer día del viaje, pero antes sucedieron otras cosas.

La autovía de Valencia a Zaragoza es un erial donde, para encontrar un área de servicio en tierras aragonesas, tienes que cambiar de sentido y retroceder unos nueve kilómetros, lo que no creo que suceda en ninguna otra vía rápida del país. Al parecer, los políticos de Zaragón, como llaman los turolenses a la capital administrativa de Aragón, tienen algún defecto en la vista y, cuando se trata de inversiones, solo miran al norte.

Nuestro paso por Zaragoza fue breve, pero intenso. En el interior de su basílica, que parecía la bolsa de N. York, o sea, un mercado, muchedumbres ansiosas se movían dando gritos, en un clima de pánico financiero. Esto debió ser, en la época pre cristiana, un lugar de encuentro y transacción, mas que de culto. Que paradoja, ¿no?, las hordas de turistas le devolvemos ahora el bullicio que debió tener en sus orígenes. Justicia histórica.

Nos acompañaban en el viaje otras personas, una de ellas un arquitecto recién licenciado. Al ver las realizaciones arquitectónicas añadidas a la plaza mas popular de Zaragoza, se mostró muy interesado en hacer un curso de pos grado en esta ciudad. Añadió que, estudiando a fondo lo que se había hecho aquí, aprendería lo que no se debe hacer jamás en arquitectura. Eso fue lo que dijo.

Una señora de Cocentaina, entrada en años, mientras paseábamos por una de las vías urbanas mas medievales del centro histórico, se quedó inmóvil largo rato frente al rótulo de la calle. Luego nos explicó el motivo de su interés.

“Llevo veinte años llamando imbécil a mi marido, un par de veces al día. El uso cotidiano de esa expresión durante tanto tiempo, la ha vaciado de sentido, de significado, hasta el punto de que hace años que no siento ningún placer al emplear esa palabra. ¿Se han fijado en el nombre de esta calle? - Pabostria.

Seguramente, se trata de algún personaje ilustre o algo parecido. Su etimología debe ser por completo ajena al insulto, pero, ¿Se han percatado de su rotundidad esférica, del potencial ofensivo de su sonoridad?

Descubrir esta palabra me da diez años de vida. No veo la hora de volver al pueblo y decirle a mi marido, en lugar del desgastado imbécil, --pabostrio!”

Mientras la de Cocentaina nos daba esa explicación, un matrimonio que había pasado del medio siglo salía de la Oficina de Emancipación Joven, (Existe, se lo juro).

-Verá, comentaron, hemos rellenado un formulario para ver si es posible que Carlos, nuestro hijo de treinta y ocho años, calvo y un poco fondón, que no ha trabajado en su vida, se emancipe aquí, lejos de casa, sabe, aunque sea poniendo ketchup en los pinchos ¿....?

-¿Y?

-Pues, hay una lista de espera. Lo hemos apuntado.

-Ah...

Dejamos la calle Pabostria y seguimos callejeando por el centro histórico. Dos inventos de alta tecnología nos sorprendieron enseguida. Un aparcamiento automático de bicis, muy notable. Acercas la bici a un elevador, pones una moneda y la bici desaparece en el subsuelo. Así no te la roban. Guay, no?. Supongo que existe en otros lugares. Yo, es la primera vez que lo veo.

A continuación vimos en un escaparate una paella (en mi pueblo llamamos así a la paellera) partida. O sea, un recipiente metálico para hacer arroz, dividido en dos por un separador metálico que permite hacer a la vez, media paella de marisco y media de pollo, sin mezclar los ingredientes. Delirante, oiga.

Pues bien, el inventor pirado pretende cobrar por la innovación una absurda suma equivalente a veinte mil pelas, es decir, unos ciento veinte euros, como si hubiera que pagar royalties a la Nasa. Sabía que los arquitectos de aquí eran algo excéntricos, pero, joder, este tío, que supongo que no es arquitecto, está para que lo encierren.

Tomar pinchos en uno de los lugares mas alternativos del tubo no está mal, en teoría, pero cuando los tipos que los sirven los bañan de modo indiscriminado con ketchup, estropeando las atractivas texturas que mostraban en la barra, comprendes que esos pirados no son de aquí. Deben ser los de la Emancipación Juvenil. Joder. Es lo que pasa, a veces, con las políticas de bienestar social. --¿Que hacemos con estos tíos? --Oye, pues que pongan ketchup en los pinchos, tu.

Bien, he conseguido evocar nuestro breve paso por Zaragoza sin usar las palabras Plaza del Pilar, ni Ebro. Vaya. Al final, lo he vuelto a hacer.

En ruta hacia Vitoria-Gasteiz, --ellos quieren que lo pongas así, no he conseguido averiguar porqué-- repasé la única expresión en euskera que había sacado de Google, Eskerrik Asko, que significa muchas gracias. En la primera ocasión que tuve, se la largué a la guía. La tía, que era muy vacilona, no entendió nada, pero me soltó otra que yo tampoco entendí. Me dejó cortao.

A quienes ya la conozcan, no les descubro nada si digo que Vitoria --Gasteiz-- es una ciudad para quedarse a vivir. A Aquellos que no la hayan visitado, se la recomiendo vivamente. El adjetivo mas preciso que se me ocurre ahora para nombrar este prodigio urbanístico es, equilibrado. En primer lugar su dimensión, solo rebasa los doscientos mil habitantes, un número mágico cuando se trata de ciudades verdaderamente habitables.

El mimo con el que se ha cuidado su centro histórico, con una ausencia casi total de tráfico rodado. Su original estructura urbanística, en diferentes planos, (con su famosa forma de almendra) accesible el mas elevado por una cómoda escalera mecánica. Sus numerosos edificios singulares. Incluso su plaza mas alternativa, que acoge un singular mural y otros detalles de arquitectura moderna, es un prodigio de equilibrio estilístico, algo que deberían visitar los responsables del fiasco zaragozano.

El urbanismo de Vitoria, --ya voy, Gasteiz-- con sus numerosos y extensos parques de aire británico, su modélico tratamiento urbano del centro histórico, su atención al visitante y su aire de ciudad limpia sin personal de limpieza visible, es un modelo que todos quisiéramos ver importado en nuestras ciudades, pero, claro, la dimensión es un obstáculo.

De todas las ciudades que hemos visitado en Euskadi y alrededores, las mejores me han parecido las que están en el entorno de los doscientos mil habitantes.

La gastronomía es excelente en Vitoria . --si, si...Gasteiz-- Además de las muchas delicias que ofrece, no le echan ketchup a los pinchos.

Para que no sean todo halagos, pongamos un pequeño matiz. Cuando callejeas por la ciudad, te sorprende el omnipresente canto de los pájaros, hasta que adviertes que son los semáforos los que emiten ese piar constante. Piensas, debe haber muchos invidentes en Vitoria, ante tal generalización de señales acústicas. No es así. Hay uno.

Es un tipo temible, que se pasea por el casco histórico dando bastonazos a diestra y siniestra, sin ningún motivo. A mi amigo el pintor le partió el menisco. Menos mal que el es ATS, además de pintor, y se lo recompuso.

Aviso. A quienes visiten el centro histórico de Vitoria, ---vale....Gasteiz-- si ven al invidente, huyan. Es implacable.

No voy a dar detalles de la interesante arquitectura medieval del centro histórico. Eso lo pueden encontrar en cualquier sitio, pero prevenirles contra el invidente no tiene precio. Bueno, si, lo que cuesta un menisco nuevo.

Nuestra visita a Pamplona no coincidió con el mejor momento para visitarla. Lo que al principio nos pareció un adorno de guirnaldas que cubría las calles del itinerario por el que transcurre el encierro, ya saben, Mercaderes, Estafeta y las demás, resultó ser un lío de cables de la red eléctrica de la ciudad, enfundados en horribles mangueras de plástico, que colgaban de todas partes, dando una apariencia caótica, destartalada, a todo el centro urbano.

No pregunté, pero parecía evidente que esa imagen correspondía a los trabajos previos al enterramiento de las líneas eléctricas. No es por nada, pero que, a estas alturas, en una ciudad tan turística como Pamplona, todavía estén pensando en enterrar las líneas eléctricas, parece un síntoma de atraso, de desgobierno político, si?.

La Plaza del Castillo fue un refugio en medio de tanto caos y su arquitectura de soportales tenía la misma cualidad de lugar de convivencia, común a las otras ciudades vascas.

En cuanto a la oferta turística de Pamplona en estos días de la tercera decena de agosto, --lejos ya los Sanfermines-- me pareció algo surrealista. En mi pueblo, ya saben, Heliópolis, cuando celebramos las fiestas falleras, solo unos días, nos dedicamos con saña a clavar la faca hasta el higadillo de los bolsillos de los visitantes, les vaciamos las venas de su tarjeta de crédito hasta que quedan secas, exangües, pero luego chapamos hasta el año que viene, nos olvidamos del asunto y nos dedicamos a otras cosas.

En Pamplona, no. Aquí, un mes y pico después de terminada la fiesta, todas las tiendas siguen empeñadas en lo mismo. Toda la parafernalia de figuras de toros, camisetas y otros símbolos sanfermineros inundan los escaparates, mientras grupos de patéticos visitantes, entre los que me cuento, recorren esta especie de vía crucis sin santos, este encierro sin toros, esta peregrinación a la Meca, perdidos en el desierto, sin encontrar su destino.

Oigan, los sanfermines ya fueron, kaput, terminados. Chapen. Dedíquense a otra cosa.

Pamplona me pareció una ciudad interesante, algo descuidada ahora. Un ejemplo extremo de monocultivo festivo. Tiene solución. Que los políticos navarros visiten Vitoria y se pongan a trabajar, ya.

El olor de los tamarindos nos sacudió los sentidos en el tercer día del viaje, cuando llegamos a Donosti.. Hasta hoy, todo el viaje ha transcurrido sin lluvia y la bahía luce con un sol matizado, suave, esa luz norteña que acaricia suavemente la piel, sin desollarla. En el marco de esa luz se inserta el tiempo del viaje, que es un tiempo distinto del habitual. Cuando desayunas en una ciudad y visitas otra dos, el tiempo se estira con una elasticidad insólita, pulveriza las leyes de la rutina y cuando te dejas caer en la cama, exhausto, te niegas a creer que la fecha del calendario sea la misma que cuando iniciaste el día. Todos denostamos los viajes colectivos, apresurados, pero es un hecho que cada día vivido a esta velocidad, equivale a quince días, o mas, de vida apacible y rutinaria, con lo que en un viaje de una semana, le robas a la vida algo así como una propina de noventa días. Que no es poco.

San Sebastián es una ciudad que he frecuentado antes, por razones de trabajo. Me he alojado en el Reina Cristina y en el Costa Vasca. Ahora tengo la cama en Vitoria, por necesidades logísticas del viaje colectivo que nos ha traído aquí. Solía venir en vuelo regular al aeropuerto de Bilbao y desde allí en coche hasta Donosti. Recuerdo uno de esos viajes. Comimos en Recondo, en el monte Igueldo. Entonces creo que no se pagaba para subir. No estoy seguro. Yo, al menos, no pagué. También tengo memoria de un vuelo de regreso, desde Sondica, sentado en un transportín, en un cacharro de aquellos con la chapa ondulada, que cuando despegaba parecía que se iba a desintegrar en mil pedazos. Acojona.

El autobús nos ha dejado en el centro geométrico de la bahía de la Concha, frente a la isla de Santa Clara, y he utilizado toda mi persuasión para que nos fuéramos de allí cuanto antes, pues esa perspectiva paisajista, por lo tópica y repetida, me fatiga. Hemos caminado hasta el puerto, en el extremo de la bahía, y su olor a gasoleo y desperdicios me ha trasportado a todos los puertos que he visitado, gallegos, cántabros, asturianos, vascos, mediterráneos y atlánticos, pues todos ellos olían a esa mezcla, trufada de sardinas asadas. Este año, aquí, no hay sardina. No Huele.

Al salir del puerto por un portalón, te das de bruces con las calles viejas de Donosti.

La orfebrería gastronómica donostiarra alcanza su máximo esplendor en los bares de estas calles, donde las filigranas barrocas de algunos pintxos cohabitan con la sencillez estilística de otros, fundiéndose en una materia fugaz que aparece y desaparece de las barras a una velocidad sorprendente, sobre todo en las horas punta del chateo.

El queso de cabra con confitura y anchoa, Huevo de codorniz, con pimiento del piquillo y chistorra, Jamón picado con huevo duro y mayonesa, Queso de Idiazabal frito con cebolla confitada y mermelada de arándanos, Solomillo con foi, Piquillo con requesón y anchoa, el salmón con gulas, la morcilla de Burgos o el pimiento con boquerón, son solo una pálida muestra de la variedad inagotable de fórmulas con las que cada establecimiento personaliza su manera de entender el mundo del pintxo.

Por la tarde fuimos a ver el Peine del Viento. Aunque el día era demasiado tranquilo, --se recomienda visitarlo en pleno temporal, para escuchar el sonido de la vibración que produce el viento al atravesarlo y ver salir el mar por las chimeneas que se han abierto en el suelo para abrirle camino-- estuvo bien. Era un paisaje que no conocía y para mi representó una novedad. Entre pinchos, zuritos y paseos arriba y abajo por la bahía, una visita al mercado de pescado y de las flores, mas un paseo en un vehículo turístico, dejamos morir las horas en San Sebastián, que es una de las ciudades mas bellas de la costa norte. Nos negamos a pagar para subir al monte Igueldo, que ya conocíamos de otras visitas.

Hice algunas fotos desde el puerto, buscando la perspectiva del Kursaal, aunque de día, sin iluminar, no es lo mismo. También fotografié, como no, la escultura de Chillida. Conseguí evitar la monotonía repetitiva de la isla de Santa Clara desde el centro de la bahía.

Realmente, los tamarindos, presentes en todos los parques de Donosti, no huelen, al menos en esta época, pero, no se porqué, el olor de los tamarindos se me impuso desde el primer momento como una figura literaria a la que no me he podido sustraer.

Me faltan Biarritz, San Juan de Luz, Hondarribia, Bilbao, Burgos y Madrid. Estoy demasiado cansado para continuar. Aun no me he recuperado de la paliza del viaje. Mañana seguiré.

El cuarto día nos llevaron a Francia. En España, es un tópico hablar mal de los franceses. Hubo y hay franceses estupendos. Ives Montand, Brigitte Bardot, Sarkozy, sin ir mas lejos. Montand fue un tipo un poco canalla, pero encantador, aunque era húngaro, polaco o así. La Bardot fue durante décadas el culo mas celebrado de Europa, auténtica denominación de origen. Sarcozy, ese tipo enérgico que reacciona políticamente, a veces, con un toque hijoputilla, creo que es de origen centroeuropeo, no me hagan mucho caso. A los franceses les gustan así, enérgicos, modelo napoleónico y con un toque hijoputilla.

Dejo de lado los tópicos. Mi propia experiencia personal en áreas de servicio, hoteles y urinarios franceses, cosechada en viajes anteriores, indica que esos tipos no son muy amables con los forasteros. En la primera área de servicio que hemos visitado hoy me han tangado un euro. La máquina de café no tenía vasos y he visto con estupor como mi café se derramaba entre las grietas de plástico pintado de negro. Mi lema en este viaje es Flexibilidad, así es que ni me he molestado en discutir con el tipo de la Caja.

Ya en Biarritz, por un paquete de tabaco Pall Mall, --no había de mi marca-- me han facturado cuatro con ochenta pavos. Un precio de escándalo. En fin, aquí no hemos venido a fumar, ni a tomar café, necesariamente, sino a disfrutar de las maravillas naturales de la costa francesa, entre las que no esperábamos encontrar un violento y sorpresivo --se dice así?-- aguacero que nos ha calado hasta los huesos, porque a nuestra llegada lucía un sol espléndido que nos ha malaconsejado dejar paraguas y chubasqueros en el autobús que nos traslada de ciudad en ciudad.

La playa de Biarritz es una maravilla natural, con un oleaje que permite que se celebren aquí campeonatos mundiales de Surf. También es una playa para ricos, pero a la hora que la visitamos, las once de la mañana, los ricos permanecen escondidos en sus lujosos cubiles, sin dejarse ver, ni siquiera en el casino, esperando que las hordas de turistas mañaneros que profanamos este santuario del dinero, nos hayamos esfumado sin dejar rastro.

Las rocas que habitan la pequeña bahía de Biarrtiz contribuyen con su presencia a dibujar el campo de navegación de Surf, haciendo mas emocionantes y arriesgadas las maniobras que los deportistas deben realizar para no chocar con ellas, y en el pequeño paseo marítimo hay unos habitáculos para guardar las barcas. Frente a uno de esos habitáculos, está sentado un marinero, de carne y hueso, que debería ser una estatua de bronce, como las que abundan en Vitoria. Tan expresiva de su oficio es su fisonomía, que parece haber sido puesto allí por algún director de escena.

En el monte que cierra la bahía, los palacetes, hoteles y edificios residenciales, parcialmente ocultos entre los árboles, cuando sopla el viento contra el mar, dejan escapar el penetrante perfume del dinero que resbala entre sus tejas de pizarra y contiene un ingrediente pensado para alejar de esa fachada marítima a los no residentes, del mismo modo que la gente corriente aleja a las cucarachas con un insecticida.

Empujados por ese olor, embarcamos en el autobús rumbo a San Juan de Luz, un sitio menos señorial, mas popular que Biarritz.

En el puerto de San Juan de Luz amarra una pequeña flota atunera. Es un lugar mas marinero, mas pescador, menos residencial que Biarritz. Su olor no es francés. Ni siquiera vasco francés, es vasco a secas. En las estrechas calles que se abren en perpendicular desde el puerto, se multiplican las ofertas de marisco. Al parecer, ya no se piden tantas ostras como antes y los avispados taberneros han inventado un artilugio que, sin duda, tiene su origen en el modo de servir las ostras. Es una bandeja llena de hielo, pero en lugar de contener ostras, que es para lo que se inventó, montan encima una especie de tío vivo con unas cigalas que tienen bastante mala pinta, algún molusco y alguna que otra ostra. Es, claramente, una respuesta ingeniosa ante la falta de demanda de otros productos mas caros

Un signo evidente del carácter popular de este sitio, es la presencia de la paella, en versión precocinada, o congelada, que los franceses que visitan este sitio toman a cualquier hora, sin demasiados remilgos ni criterio de calidad.

Nosotros, después de un referéndum democrático, hemos decidido comer en Hondarribia y, después de patear las calles del barrio portuario y curiosear por las tiendas, nos dirigimos hacia allí. Me gustó San Juan de Luz. Sobre todo su olor.

En Hondarribia, el río Bidasoa es un flujo fronterizo que separa las riberas francesa y española. Unos postes pintados de verde señalan las aguas de nadie y las embarcaciones turísticas se reparten el mercado desde ambas orillas, siguiendo sus propias leyes territoriales, como si los órganos de decisión de Bruselas fueran una pura patraña en este lugar.

Hicimos un breve recorrido por la ribera del Bidasoa y, como veníamos un poco tarde, enseguida nos lanzamos a luchar a brazo partido por un asiento en uno de los muchos bares y restaurantes --casi todos llenos-- de la larga calle que se extendía paralela a la ribera. Tuvimos suerte y, tras una corta espera, repetimos la fórmula de días atrás, tres o cuatro pinchos por barba, alguna ración para compartir y unos buenos potes de espumosa y rubia cerveza fresca. Se puede comer así por un precio que oscila entre los veinte y los treinta euros por pareja. A nosotros nos funcionó. Entre los pintxos que tomamos en Hondarribia hubo algunos de una sencillez y calidad memorables, como el de lomo de bacalao frito, de un calibre super extra, el de merluza, y las rabas que pusimos en medio también nos alegraron el cuerpo. En Bilbao y Burgos ya hicimos unas comidas mas, digamos, formales, pero eso viene luego.

Dimos un paseo por la zona residencial de Hondarribia, por los barrios cercanos a la ribera, tomamos café en una terraza junto al río y volvimos a Vitoria, donde ya habíamos comprobado en noches anteriores que la vida nocturna es prácticamente inexistente, comparada con la de las ciudades mediterráneas.

Llegó el quinto día, que nosotros habíamos bautizado como el día del Guggenheim. El guía bilbaino, que se revelaría como un gran conocedor de la historia del declive industrial de Bilbao, se incorporó al grupo nada mas llegar y nos llevó a conocer el edificio de Frank Guery. Sus explicaciones sobre el proceso constructivo del edificio fueron de una minuciosidad tecnológica, desde los detalles de la estructura, hasta las particularidades de las losetas de piedra que lo recubren, los volúmenes cúbicos y las formas curvas, el titanio --yo siempre creí que era una piel de recubrimiento-- que configura casi toda su cubierta exterior, y la intervención de los arquitectos locales en cierta parte del edificio que, como suele ocurrir en estos casos, mas que potenciar el conjunto, lo estropean parcialmente.

No vimos la exposición de los grabados de Durero por no disponer de tiempo para ello. Para obtener una buena panorámica de la ciudad, el autobús nos llevó hasta lo alto del monte Artxanda. Allí, bajo la sombra de los tilos, el guía se explayó sobre la decadencia industrial de la ciudad, el cierre de los altos hornos, la crisis brutal de los astilleros, y cómo esa realidad declinante influyó en la fisonomía de la ciudad, desde la caída libre en la que entró hace veinte años, perdiendo cientos de miles de habitantes, hasta el revulsivo que supuso la construcción del Guggenheim y toda la expansión inmobiliaria que acompañó esa operación. Con los hornos y los astilleros desapareció también la nube de azufre y carbón que flotó permanentemente sobre la ciudad durante la era industrial.

El guía no se cortó nada al explicar el origen de la ubicación geográfica de los barrios ricos, Getxo y Neguri. Al parecer, los vientos del noroeste soplan en Bilbao ocho de cada diez días. Los barrios de Getxo y Neguri quedan al margen de esa orientación del viento. Por esa razón, los ricos radicaron allí sus barrios residenciales, de modo que el azufre y el carbón se lo comieran los otros. Los mismos que trabajaban en sus fábricas. Total, ya estaban acostumbrados en el tajo a malrespirar, podían hacerlo igual en casa.

En la basílica de la virgen de Begoña, --de la buena vista-- entrando, a la izquierda, un óleo de gran tamaño representa un grupo numeroso de figuras que incluye a la burguesía y los gobernantes de la época. Nuestro amigo el guía nombró a todos por su nombre, excepto a los que estaban de espaldas porque no pagaron. Aparece Unamuno, con aire distraído. Los liberales están a un lado y los meapilas al otro, pero sobre todo están aquellos tipos que tanto entendían de vientos, los que ubicaron sus barrios lejos del alcance de los vientos del noroeste y dejaron que el carbón y el azufre envenenaran a todos los demás durante la larga era industrial.

Llegada la hora del papeo, nos fuimos a las siete calles. Después de intentarlo en la calle del Perro, acabamos en Arriaga, en la calle de Santa María, en cuyo salón coincidimos con un director de cine y dos actores vascos que compartían mesa.

Allí bebimos un pote de sidra --barra libre-- de unos barriles situados al efecto, para que la clientela se sirviera mientras esperaba.

Después de una entrada a base de verduras y queso de Idiazabal, todos tomamos lomos de bacalao. Yo, frito, con un punto perfecto. Los demás al pil pil. Tomamos una botella de chacolí, que entró muy bien, tan fresquito, pero luego reveló su peligro cabezón. No en vano le llaman aquí Machaquito. Te machaca, si.

Se me ocurrió hacer una broma a la camarera. Le dije que, al hacer testamento, pediría como último deseo un bocado como el del bacalao que me acababan de servir. La tía me miró con una cara de palo impresionante y se quedó callada. No se si venía de algún caserío y solo sabía euskera, o es que realmente pensaba que yo era absolutamente estúpido. Las dos cosas son razonables. Se que tomamos postre, pero no lo han puesto en la factura. La tengo delante. Noventa pavos, para cuatro, postre tomado, pero no facturado.

En Bilbao se celebran estos días sus fiestas grandes. Por lo que hemos podido ver en el recinto ferial, es una cosa absolutamente provinciana, sin el menor interés para los visitantes. Dimos una vuelta por allí y nos largamos a tomar un café en la Plaza Nueva.

Nuevamente la sabia arquitectura de soportales, presente en todo Euskadi, nos acogió con el suave equilibrio de sus arcos. Siempre que dejo morir una hora en un sitio como este, me invade una sensación de serenidad que no percibo en otros lugares. Serán los efluvios de la piedra, ese material noble, centenario, ausente en los espacios modernos de las ciudades.

Esto se ha acabado. Mañana volvemos a casa. Pero aún nos quedan Burgos y Madrid.

En Castilla, el cereal duerme bajo un colchón de nubes, en espera de la siguiente cosecha.

Dos mil palabras, si no cuento mal, es una extensión excesiva para este soporte, así que lo voy a dejar aquí. Si me apetece, cosa que dudo, dedicaré un segundo apartado a Burgos y Madrid.

El olor de los tamarindos nos sacudió los sentidos en el tercer día del viaje, pero de eso hace ya siglos.

Lohengrin. 23-08-07.

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