jueves, 9 de agosto de 2007

VALIENTE

He bajado a Cafés Valiente. Una de sus muchas franquicias omnipresentes en Heliópolis. Es un espacio sociológico diferente del Maravillas. El Maravillas es un lugar de hombres, como los cafés de Marraquesh, donde lo primero que te llama la atención es la ausencia de mujeres. Si acaso, hay alguna madre joven con su bebé que se traga el humo del tabaco, incluido el de los cigarrillos que fuma su madre en la barra. Los parroquianos formamos un lumpen que ya describí en la página Maravillas. Rentas bajas, niveles bajos, en general, y mucha testosterona. Machismo africano, podríamos decir, por calificarlo de un modo simple.

En Valiente se respira el suave aroma de las clases medias algo acomodadas, aunque se puede ver a algún pajarero exiliado por el cierre del Maravillas. Pero no hay ningún predicador evangelista. Este lugar está habitado, mayoritariamente, por mujeres. Con un aire de emprendedoras, que regentan su propio negocio, o tal vez ocupan algún puesto ejecutivo. Junto a ellas, otras mujeres, que parecen haber enterrado al maromo hace tiempo y gozan de una libertad plena.

Todas son mujeres, a uno y otro lado de la barra. Las que sirven y las que son servidas. Los escasos tíos, somos la excepción. Ayer, al pagar, una mujer con pañuelo de pirata a lo Jack Sparrow y un esqueleto muy sólido me miró de arriba a abajo. Calculó mi peso, mi estatura, mi edad, y cuando terminó con los parámetros físicos, entrecerró los ojos y trató de adivinar la probabilidad de que aún conservara algún residuo de capacidad en la cama. Su gesto de desdén cuando terminó el minucioso examen no dejaba dudas de que me había apartado entre los sobreros, o algo peor.

Me sentí como un desecho de tienta, destinado al matadero y visualicé mis rancios filetes siendo objeto de distribución en alguna institución de caridad.

El poder de la mirada es increíble, como ya demostré en la página El hombre de la mirada persuasiva, un título muy equívoco, no vayan a pensar. Hubo un tiempo en el que confiaba plenamente en el potencial de mi mirada de miope en las distancias cortas. Ayer, ya ven, me tiré toda la tarde en la cama, con paños fríos sobre los ojos, que se me habían puesto del tamaño de dos huevos duros. Es doloroso. Ocurre que, desde que simultaneo el chat y el blog, el número de horas que permanezco sentado frente al ordenador se ha duplicado. Aparte del síndrome de clase turista, que me deja las piernas encogidas, entumecidas, inservibles, la coincidencia entre la mayor presencia ante la pantalla y la rotura de mis gafas de toda la vida en período vacacional de las ópticas del barrio, ha generado una expresión de protesta de mis órganos visuales, a la que respondí ayer por la tarde con una sesión de descanso absoluto. Hoy me siento mejor.

Por la noche, ya recuperado, fuimos a cenar al centro de El Saler con mi amigo el pintor y Lola, su mujer, para hablar un poco del inminente viaje al norte. Ayer, cinco grados en Vitoria. No hubo acuerdo sobre si hemos de llevar ropa para nieve o camisas floreadas. Llevaremos las dos cosas. Cenamos en el alemán. Camembert frito con arándanos, tablas de salchichas con chucrut, tarta selva negra y strudel. Lo mejor, las cervezas. Chimay, 6,6 grados, naturalmente, etiqueta roja y etiqueta blanca, para variar.

Al terminar, salimos a la terraza. Una magnífica vista nocturna de la Ciudad de las Artes y las Ciencias. ¿Porqué llamarán así a un lugar en el que no se hace arte ni se practican las ciencias? No hubiera sido mas sencillo llamarle Heliópolis? No compromete a nada. Eso no disminuye la belleza nocturna de ese espacio urbano, semipúblico desde que alguien ha trincado una parte del Umbracle para una concesión privada.

Después nos fuimos a Ruzafa, ese barrio vivo donde los haya, tan parecido a Chueca, donde han surgido como los hongos los tugurios, pafetos, bares de copas, restaurantes, tascas, tabernas, --La del Rebujito es la que mas me gusta-- al mismo ritmo con el que la población se ha ido mezclando dándole un cierto aire cosmopolita, interétnico.

Nos tiramos al gaznate unos mojitos y unas caipirinhas en Café Tocado, debajo de una sombrilla nocturna, que nos vino bien para evitar mojarnos mas de la cuenta con el chubasco que refrescó el ambiente. Entonces evoqué el mejor daiquiri que he probado. Fue en el Café de París, de Playa Martianez, en el Puerto de la Cruz, unas navidades canarias de hace unos años.

Noto que mis ojos vuelven a hincharse, así que lo voy a dejar. He de ir a Día, a comprar para el fin de semana. Mercadona se ha vuelto prohibitivo para los pensionistas.

A ver. ¿Donde archivaré esto?. Crónicas de viajes y lugares, si.

Lohengrin. 9-08-07

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