Llueve. Una lluvia suave, blanda, hidrata los cuerpos y las mentes de los escasos paseantes presentes en la pedania de El Saler cuando me dirijo a Ca Pepe. Hoy me toca llevar a mis nietos al colegio, después de tomar café, salgo a fumar un cigarrillo y la proximidad del quiosco abierto me empuja a romper el boicot que hice a Levante por no haberse mojado en su tratamiento informativo de la marcha de la dignidad.
Por mis obligaciones de cuidador no puedo acudir al Maravillas, ni leer el periódico gratis,
de modo que he tenido que pagar por leer el ejemplar de hoy, 1,20.
El titular gordo de la primera me estimula a dedicar al agua la entrada de hoy, pero
miro el paraguas que fue de mi padre, que llevo conmigo, y una sensación húmeda en la nuca hace que despierte la nostalgia de mis recuerdos
Es un paraguas único, con su empuñadura en madera de mobila trabajada artesanalmente
para darle la apariencia de bambú. La estructura de sus varillas y su mecanismo automático de apertura y cierre son de una solidez que ha permitido su uso por dos generaciones sin que los vientos de cualquier latitud hayan alterado su funcionalidad.
Nada que ver con los paraguas fabricados en China, que cuestan tres euros, y son de un
solo uso, pues, si compras alguno en la calle porque te pilla un aguacero sin protección, al llegar a casa lo tienes que tirar porque el viento lo ha desbaratado por completo.
Ya no se hacen paraguas como antes, ni tipos como mi padre, a quien luego me referiré.
...
No soy de los que piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor, no vayan a pensar, sobre todo después de haber visto ayer las imágenes de El Intermedio.
Una tropa de curas y militares detrás del enano gallego unitesticular, a quien llevan
bajo palio.
Es otra cosa, una sensación tierna, emotiva, que viene del pasado, si, una especie de ungüento que trata de curar, inutilmente, las carencias de una ausencia que, misteriosamente, se hacen mas presentes con el paso del tiempo. No sé. No puedo explicarlo.
Mi padre no fue un tipo corriente. A los ocho años jugaba al golfo en timbas que se
situaban en una calle del barrio chino, donde vivía, y el público se agolpaba a su
alrededor para apostar por el, porque tenía una habilidad innata para jugar a las cartas.
Cuando acababa la partida cogía el carro de mano cargado de carbón y se iba a vender
carbón a domicilio. De mayor fue estibador y ejerció esa profesión hasta que se jubiló, pero cuando volvía a casa con la ropa de faena, se duchaba en la ducha improvisada en el corral, se vestía como los toreros de la época cuando no toreaban
y se iba a jugar a las cartas al Ateneo Mercantil, donde tenía una mesa reservada.
Su habilidad para el juego fue proverbial porque, aunque el no lo sabía, manejaba el cálculo de probabilidades y la estadística teórica como un catedrático de universidad,
pero además, nunca se dejó dominar por la pasión del juego, sino que la dominaba el,
no fue un ludópata, sino un jornalero que se ganaba un sobresueldo con esa habilidad.
Hasta tal punto esto es así, que en sus partidas del Ateneo se controlaba para no ganar mas de la cuenta a los primos que le acompañaban, para evitar que se le acabara
el flujo de modestas ganancias que constituían su objetivo.
Aquel estibador que se vestía en un sastre de la calle Pelayo y llevaba, podemos decir, una doble vida, una con un oficio de los mas humildes de entonces, otra codeandose con gente bien vestida y de muchos posibles, me dejó en herencia el paraguas que hoy me ha traido su recuerdo, y un inmueble en la calle Onteniente
que sus herederos hemos vendido, del que ya no queda nada.
Ahora, al mirar
la empuñadura de ese paraguas en madera de mobila, decorada para que parezca de bambú, encuentro que este objeto es mas valioso que cualquier otra cosa, y hoy en este día de lluvia fina, blanda y suave, cuando la humedad del ambiente me ha tocado la nuca, ha despertado mis recuerdos mas tiernos y emotivos.
Que le voy a hacer.
Dejaré lo del agua para otra entrada.
En fin. La lluvia...
LOHENGRIN )CIBERLOHENGRIN) 3 04 14.
No hay comentarios:
Publicar un comentario