En el espacio sin tiempo de nuestra infancia, vivíamos ajenos a todo aquello que no formaba parte del escenario lúdico de nuestros juegos, hasta que una fría tarde de febrero, un caballero con polvo en la levita nos leyó en el barro de las calles, los avatares de nuestras vidas adultas y la fecha exacta de su término.
Ese párrafo se quedó colgado en algún recoveco de mi memoria, pero a esa introducción nunca le siguió un libro, porque el estilo, sin la energía de la disciplina, no es nada.
El estilo es lo que fuimos, lo que somos, no es lo que queremos ser, --porque ya dice la sabiduría popular que, quien quiere llegar a ser algo, es que no es--.adobado con las adherencias e influencias de las que, aunque lo intentes, no te puedes despojar, ni falta que hace. Me parece idiota intentar no parecerse a nadie, cuando lo que deberíamos hacer es ser todos aquellos que nos han bendecido con la magia de su escritura. Sea lo que sea el estilo, sin disciplina no es nada.
Hace falta una disciplina férrea para mantener el pulso narrativo, lírico o periodístico, dentro de los cauces del lenguaje propio, sin renunciar a todas las influencias recibidas ni caer en el manierismo.
Consecuente con ese punto de vista, me he despojado de muchas cosas, pero conservo con devoción, --sin importarme que alguien me califique de epígono-- la memoria de todo lo que he leído a mis escritores mas amados. En los últimos decenios, en especial, Vicent y Millás.
Con Vicent coincidí, --el no lo supo-- en el rodaje de Tranvía a la Malvarrosa. El paseaba por una calle del barrio chino al lado del pintor Ripollés, mientras desde un balcón lleno de macetas asomaba el perfil de Ariadna Gil, que hacía de puta. En los bajos del ya desaparecido Cine Palacio, cuya fachada había sido revocada para la ocasión y decorada con carteles de cine de los años cincuenta, una tropa de figurantes, de la que yo formaba parte, ensayaba la salida del público de ese cine, cuyos interiores eran un paisaje de tundra siberiana, con las butacas destrozadas y el cielo raso cayéndose a pedazos.
A Millás lo he visto en alguna entrevista, en televisión, y no he reconocido el aspecto que presenta su fotografía sobre la columna que firma con habitualidad en Levante. Creo que Millás compartirá el punto de vista sobre la literatura que ahora voy a citar.
José María Saér escribió que la literatura es, entre otras cosas, una manifestación psicótica. Si un tipo va por la calle hablando a voces con él mismo, enseguida mueve al rechazo a quienes se cruzan con el. Si haces lo mismo, en silencio, en la soledad de tu gabinete, usando el teclado o la pluma, ese proceso mental que tiene semejanzas con el del vocero parlanchín, concita, a veces, el reconocimiento y el respeto de los demás.
El modo en que Vicent escribe, como el de Millás, son dos de esas influencias positivas de las que uno se resiste a despojarse. He buscado por todas partes un texto escrito hace tiempo, un homenaje a mi mujer, La corona de jazmín, creo, sin encontrarlo. Ese texto, que tampoco conservo en el fichero magnético, era una evocación vicentiana del mundo rural de acequias y limoneros que persistía en los arrabales de Heliópolis en los años cincuenta, salpicado de referencias a las culturas clásicas mediterráneas. Nunca me avergoncé de ese texto, ni sentí que estuviera copiando a nadie. Simplemente percibo ahora, al evocarlo, que quienes tenemos el mismo origen mediterráneo y sentimos la pasión por la escritura, compartimos un patrimonio común, que es de todos, y no es de nadie.
Supongo que lo mismo les pasa a los mesetarios. Umbral, a quien leí mucho en su época mas barroca y lisérgica, sentía fascinación por González Ruano y dejaba huella de ella en su escritura con frecuencia.
Pero ahora estamos en el Blog, y en mi corta experiencia en este medio, he comenzado a darme cuenta de que el soporte influye, y mucho, en el estilo. Poco a poco he ido abandonado las frases largas y redondas, tan características de la escritura vicentiana. Sin apenas percibirlo, cada vez me expreso mas en flashes, de un modo espontáneo, sin preparación previa, casi con el automatismo de los surrealistas, y eso plantea, a veces, algunos problemas.
Tomé conciencia del problema, al releer la primera versión de Moraira, la página que figura en esta misma remesa de entradas, cuyos párrafos hube de reordenar varias veces, antes de darla por legible, porque aunque no aspiro a la maestría periodística con que algunos ligan perfectamente un párrafo con otro, soy consciente de que al final, ha de haber un cierto equilibrio entre lo espontáneo y lo legible.
Decía Anthony Burgess, que Graham Green le tenía cierta ojeriza, porque él, Burgess, podía escribir mil palabras de un tirón, mientras que Green no conseguía rebasar las quinientas.
El problema de quienes escribimos con la misma rapidez que pensamos, --Ferlosio es de esos, y sus ensayos, a veces, no había quien los entendiera-- es que, en ocasiones, no pensamos con la suficiente calma lo que escribimos. Es la trampa de la facilidad. Lo que distingue a un escritor profesional, de otro que no lo es --como yo-- es que el primero se tira muchas mas horas pensando lo que va a escribir --todos lo hacemos, en mayor o menor medida-- y, sobre todo, puliendo lo que ha escrito, que escribiendo.
Disciplina. De eso se trata. El estilo es lo que somos, lo que fuimos, pero sin disciplina, no es nada.
Lohengrin. 22-06-07
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