En esa pedanía que linda con el barrio en el que vivo, en la calle de Grabador Jordán, 42, frente a una hermosa plaza rectangular arbolada, está ese recomendable lugar, del que luego daré detalles. Al fondo de la plaza está el templo dedicado a Sant Lluís Bertrán. En su fachada hay unas ratjoles, dedicadas a los donantes del reloj de la torre, y a un hombre, al parecer santo y bueno, un tal Mocholí, cuya mejor virtud fue edificar una gran fábrica de tableros que dio trabajo al pueblo durante décadas.
Los donantes son una subespecie humana omnipresente. Visitas una catedral y pisas sobre las losas de los sepulcros de quienes condicionaron sus donaciones al privilegio de ser enterrados allí. Vas a una exposición de pintura y, sobre todo si es religiosa, entre las alegorías angélicas siempre aparece el rostro de los donantes. Subes por la impresionante escalera de la mansión de los March en Mallorca, donde tiene su sede la fundación que lleva su nombre, --ver la página Jardines de Mallorca, de esta misma sección-- y las figuras esculpidas que te miran desde cerca de la cúpula incluyen la efigie de Juan March, quien no resistió el impulso de estar presente entre las alegorías escultóricas de su autodonación. En la Font de Sant Lluís, los donantes se han especializado, por lo visto, en relojes.
Cuento esto, porque Mocholí y los relojes tienen mucho que ver con Casa Mari.
No es frecuente entrar en un bar restaurante y ver en el frontis que preside la entrada al comedor, cuatro relojes que marcan la hora de Londres, N. York , Tokío y, claro está, la de la Font de Sant Lluís. Tal vez, el primer Mocholí, donó esos relojes a Casa Mari, porque desde el teléfono allí instalado realizaba sus transacciones de importación de maderas con medio mundo y necesitaba conocer la hora en vigor en el país de cada interlocutor de negocios.
En Heliópolis, la sangre fenicia de sus moradores hace que el comercio exterior sea una práctica habitual en cualquier aldea o pedanía. O puede tratarse de un detalle decorativo reciente. No lo he preguntado.
El numeroso personal del bar parece muy activo, siempre dispuesto a atender las demandas de los clientes con rapidez, elegancia y eficacia.
Reina en la barra, con una retranca que para si la quisiera Buenafuente, una señora ya talludita, con el pelo tintado, quien, mientras le coloca a una clienta que le había pedido un cortado, un café con leche preparado por error, cuenta con una gracia espontánea, que ayer cogió una cogorza a medias con su compañera, porque se bebieron una cazalla sobrada, producto de esos errores de barra que propician las demandas, a veces atropelladas, de los clientes y que pasaron una tarde la mar de bien, con la alegría dionisiaca que facilitan, a veces, los vapores de las bebidas blancas, que en otras ocasiones producen daños cerebrales irreversibles.
Por ocho euros puedes escoger en este lugar, limpio, bien atendido por su personal, con una sólida decoración de espejos luminosos y maderas nobles, entre un plato de arroz al horno, sopa de pescado o gazpacho andaluz, y acompañarlo con una pechuga asada, un filete o una merluza del día, vino y postre, o café, incluidos, mientras sus cuatro hermosos relojes dan la hora de los centros de negocios de tres continentes.
Todo por el simple esfuerzo de la búsqueda, en lugar de andar por la vida con el peso de la rutina. De nada.
Lohengrin. 26-06-07
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