domingo, 24 de junio de 2007

SAN JUAN

Ayer, 23 de junio de 2007, disfruté de un día redondo, gracias a la información errónea que recibí de una amable señorita del 010, el teléfono de información del Ayuntamiento de Heliópolis. Me dijo que la calle Serrería se cerraba a las dieciocho horas, en lugar de a las veintiuna, como ocurrió. Como estaba invitado a cenar en la terraza de la casa de un amigo pintor, que expone todos los años varias veces, prescinde de los marcos para sus marinas, porque su precio se ha puesto por las nubes, y vive en el Cabañal, me puse a planificar como llegar hasta allí, con los accesos cerrados al tráfico a hora tan temprana.

Se me ocurrió, y así lo hice, ir por la mañana al marítimo, estacionar el coche cerca de la casa que iba a visitar por la noche, volver en autobús, recurrir a los autobuses de nuevo para llegar a la cita a la hora prevista, y así disponer del coche para el regreso de madrugada.

Gracias a ese plan disparatado, motivado por la información que había recibido, pude disfrutar en el marítimo, por la mañana, de una exhibición aérea de la que no tenía noticia. Fue espectacular contemplar las pasadas y evoluciones de los cazas acrobáticos sobre nuestras cabezas. Una demostración colorista y ruidosa que todos quienes estaban allí disfrutaron visiblemente. No pude evitar un escalofrío en la espina dorsal al percibir que esas máquinas precisas llegaban precedidas de un absoluto silencio, y antes de que pudieras darte cuenta las tenías encima y comprobar que están diseñadas para acertarte con un misil entre los ojos, antes de que puedas advertir su presencia.

Por la tarde, tomamos un autobús hasta el centro, para enlazar con otro que nos llevara al Cabañal. Dimos un paseo por el centro viejo y nos encontramos con un grupo teatral que, como sucedió en Hammelin, arrastraba detrás suyo, haciendo cabriolas sobre unos zancos y encantando con su verbo teatral, al numeroso grupo de gentes que los seguían, como en la edad de oro de Heliópolis, allá por el siglo quince.

Los seguimos durante un rato, hacia las Torres de Quart, recién restauradas, que ya hemos visitado, para disfrutar, desde sus alturas almenadas, de un panorama nuevo de Ciutat Vella, que recomiendo a todos.

Cuento esto para confirmar un hecho que observo desde hace tiempo. A es mayor que P. Es decir, el azar tiene mayor influencia que la planificación en la vida de los hombres. De no haber sido por el azar de la respuesta imprecisa que recibí a mi consulta, no habría disfrutado de esos eventos, a los que no pensaba asistir.

Pensé en escribir una tesina, para hacer el doctorado, después de licenciarme en Económicas, precisamente a partir de esa formulación, A es mayor que P, pero no recuerdo por que azar, no lo hice. En aquel tiempo, por otra parte, los catedráticos universitarios veneraban la planificación y creían que al azar solo era una variable mas que se dejaba incluir en las premisas de sus elucubraciones. No creo que se hubieran interesado por dirigir un trabajo sobre otro punto de vista.

La cena en la terraza de mis amigos fue muy agradable. Después de conversar sobre un viaje que pensamos hacer los cuatro juntos, para visitar el Guggenheim, entre otras maravillas norteñas y marítimas, mi amigo me propuso que, el año que viene, nos embarquemos los dos en un barco viejo de esos que tienen cubierta ,--nada de catamaranes con cabina para los viajeros-- para disfrutar de la enorme sensación de recibir el viento salino en la cara durante una travesía de seis horas, para luego permanecer una semana en Ibiza. Mientras el pinta, yo escribiré.

La cena consistió en media lubina a la espalda, con verduras a la plancha, regada con un espléndido Ribeiro, y de postre un polo de chocolate con almendras. Al terminar, el hijo de mis amigos le pidió a su madre, --Déjame el libro de cocina de Enrique, voy a cocinar este fin de semana. Es la primera vez que oigo a alguien interesarse por mi literatura. Mi autoestima quedó muy gratificada.

Después de cenar nos dirigimos, a pie, hacia el mar. Ciento cincuenta mil personas, en su mayoría jóvenes, llenaban la playa de la Malvarrosa, atestada de hogueras, barbacoas improvisadas, alcohol y ganas de fiesta. Dimos un paseo por la orilla con los pies descalzos y prácticamente no observamos ningún altercado ni conducta impropia, exceptuando que había filas de hombres de espaldas, orinando contra las palmeras, a pesar del despliegue de retretes móviles que se apreciaba. Solo eran las dos de la madrugada. También me desapareció un objeto de valor histórico. El último paquete de Dunhill que mi amigo conservaba, una vez dejó de fumar, y que me ofreció al quedarme sin tabaco. No puedo precisar si lo extravié en la semioscuridad del mar, o alguien se lo apropió, porque lo llevaba en el accesible bolsillo de uno de esos pantalones blandos que se atan con una cuerda.

Esta fiesta, la de San Juan, una exaltación pagana del solsticio de verano, anterior a la invención de los santos y los calendarios, debió celebrarse, al principio, en plenilunio. Tal vez debido a las desviaciones del calendario, anoche no había luna entera, sino mediada, y estoy convencido de que ese azar evitó que se desatara la locura colectiva entre las ciento cincuenta mil personas que participaban de ella, porque mi mujer ha oído en la radio esta mañana, que no se produjeron incidentes excesivos, a pesar de la magnitud del acontecimiento.

Olvidaba agradecer a la joven del 010 que se dirigiera a mi en vernáculo, aunque mi contestación estuvo plagada de incorrecciones. Mi familia paterna emigró a Heliópolis desde la Sierra de Espadan, donde sus ancestros llegaron mucho antes, procedentes de Aragón, y claro, hablaban castellano. Por ese azar, yo escribo en castellano. También, por lo burro y perezoso que soy para los idiomas. Eso no impide que aprecia la belleza y sonoridad de palabras como Terratrémol y Remembrar, por poner un ejemplo.

En esa sierra se ganaban la vida mis abuelos paternos, haciendo carbón de encina, hasta que la enfermedad pulmonar de una de sus hijas, propia de los años cincuenta, les hizo cambiar de aires y establecerse en el barrio chino, donde pusieron una carbonería, para estar mas cerca de la atención hospitalaria de la época. Cualquier foto antigua de esos tiempos, muestra a los grupos familiares con un aspecto escuálido, con las mejillas chupadas, muy semejantes a los biafreños de la peor época, salvo por su ausencia de color.

Casi todas las personas de esa generación, conservan, en forma de nódulos calcificados y otras cicatrices pulmonares, la huella del hambre. Hay otros signos exteriores que, en mi opinión, también manifiestan ese origen. Tengo algún amigo rico, de familia rica durante generaciones, que camina con un ligero balanceo de brazos, siempre con las palmas abiertas, extendidas. Camino de manera semejante, pero mis puños permanecen cerrados, desde que la aguada leche materna de la posguerra contribuyó a ello en mi edad mas temprana.

Tal vez las multitudes que ocupaban las calles del país reclamando la democracia en los años setenta, con el brazo levantado y el puño cerrado, creían expresar una actitud de rebeldía. No lo niego, pero intuyo que esa expresión corporal, era también la huella del hambre que sus, nuestras madres, habían pasado.

Nada de eso se percibe ahora. Multitudes felices se bañan algo iluminadas por la luz de la luna mediada, los proyectores de láser, y los focos de los conciertos, expresando un estado lúdico ajeno a las miserias de la historia, aunque aún hay en este país mas de ocho millones de pobres, de los que algunos espero que estuvieran en la Malvarrosa, disfrutando de la fiesta nocturnal, ayer, 23 de Junio de 2.007.

Disfruté de las fiestas de ese día, tanto diurnas como nocturnas, gracias al azar.

El azar, pesa mas que la planificación en la vida de los hombres. Aunque no por ello hay que dejar de planificar. A veces, por azar, la planificación sale bien.

Lohengrin. 24-06-07

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