miércoles, 23 de enero de 2008

EL INVIERNO EN CALIFORNIA

Vino, naranjas, sol y playas, surferos, ciudades luminosas, santos, gentes en bicicleta, senderistas, palmeras, nueces. Gusto por el deporte, por al aire libre, y por los combinados de frutas con alcohol. Eremitas, monjes franciscanos, chicas en top les, fumatas y políticos, y la gente corriente, tan parecida en todas partes. Todas esas cosas y muchas más son las que tienen en común California y Heliópolis.

El viento de poniente, tan caprichoso, sopla hoy martes sobre el puente festivo de San Vicente y eleva las temperaturas del invierno convirtiéndolo en uno de esos veranillos inesperados que aceleran la floración de los frutales que luego pueden sucumbir a una helada inclemente y dejar a los labradores sin cosecha, pero aquí, en la plaza de la Reina, en la California española, todos somos urbanos, no entendemos de floraciones precoces, heladas inoportunas y cosechas fallidas y las gentes disfrutan de una mañana absolutamente californiana, del sol excesivo, mientras las campanas de la torre de la catedral lanzan su aviso sonoro, porque hoy es fiesta.

La guardia engalanada con su uniforme de fiesta, con cascos y penacho de plumas, monta dos caballos de gran alzada, uno tordo el otro bayo, mientras el público espera la salida de la comitiva que, al son de una banda de música de viento, paseará las calles en honor del santo que fue torturado y muerto, según cuenta la tradición local.

La gente toma el sol en la plaza, esperando sin prisa que terminen los preparativos para el desfile del santo, ignorando que en el interior de la catedral hay un conflicto de protocolo, pues los canónigos catedralicios imponen a una asociación de devotos del santo un lugar relegado en el desfile, como castigo a sus veleidades con políticos de partidos de izquierdas, pero hoy la gente no entiende de izquierdas y derechas y ajena a los asuntos que se tratan dentro ofrece un semblante feliz, típicamente californiano, entre los naranjos de la plaza, el sol que lo ilumina todo con generosidad y el bullicio de ese espacio urbano en el que tenemos el privilegio de estar vivos.

La banda de música se prepara y, contra lo que uno podría esperar, en lugar de interpretar el himno de Heliópolis, arranca con el himno nacional y, después de ese breve momento, se dispersa y desaparece, mientras la procesión inicia su salida con los canónigos al frente y los devotos veleidosos relegados al último lugar. Todo es muy desangelado y soso, no hay músicos que acompañen el desfile, y las gentes se van, unos a visitar la capilla del santo, otros a las cafeterías próximas, los niños a dar de comer a las palomas.

En la plaza de la Virgen, la oferta de comida excede la demanda de las palomas, ahuyentadas por el sonido de las campanas que no cesa, y los niños las persiguen para darles de comer, con una insistencia tozuda, haciéndolas huir hacia las esculturas de bronce de la fuente ornamental que es un homenaje de los labradores al agua de sus acequias.

El sol del invierno es el protagonista absoluto en esta mañana de falsa primavera y cuando levanto mi copa colmada de dorada cerveza fresca sentado junto a una mesa en la cafetería cercana, doy gracias al santo que llevan tambaleante sobre las andas, por haber nacido y por vivir aquí, en Heliópolis, este lugar con vino, naranjos, sol y playas, tan semejante a las tierras californianas. Un verdadero privilegio.

Pueden venir a visitarnos. El aforo es ilimitado y la entrada gratuita. No se lo pierdan. Heliópolis. La California española.

Lohengrin. 23-01-08.

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