miércoles, 2 de enero de 2008

ÁNGELES

Los ángeles giraban como los derviches turcos y la música no salía de sus trompetas doradas sino de las campanillas que hacían sonar con los pequeños bastones metálicos que acompañaban sus giros, empujados por el calor de las cuatro velas encendidas que estaban en la base del artilugio.

Ese ingenio mecánico, un obsequio del Círculo de Lectores, que ha dormido treinta años en un estante del comedor, ahora fascina a un niño de dos años que contempla con una atención concentrada la luz de las velas y escucha el sutil sonido metálico de las campanillas, con la misma expresión de encantamiento inocente con la que lo hicieron sus padres.

Es Nochevieja, y mis hijos nos han pedido que nuestro nieto la pase con nosotros, para así poder asistir ellos a la velada en un teatro que pone un musical. Hemos aceptado encantados y hemos puesto la mesa para las grandes ocasiones. El mantel decorado en rojo y verde, las mejores copas, la vajilla de colores suaves, verde y blanco, el balcón adornado con luces intermitentes, la voz de Ray Charles que se escucha en el cedé, bengalas encendidas y la presencia fascinada del niño frente a los ángeles que giran y giran al calor de las velas.

Miro a ese niño y reconozco en su espontaneidad infantil la inocencia perdida que alguna vez nos habitó a todos nosotros y que la dureza de la vida ha ido destruyendo a través de los avatares que nos han conducido al mundo adulto. No reconozco con nostalgia esa inocencia, sino con ternura. La ternura que inspira ese gesto de fascinación absorta, ingenua, ante la presencia de los ángeles derviches.

Hemos acomodado al niño en una silla como las nuestras, con la ayuda de un cojín. Ha rechazado ser instalado en su silla de niño pequeño, porque su tendencia a la imitación, le empuja a parecerse a los adultos, incluso le hemos servido agua en su copa, usando una botella de cava vacía, por la misma razón. Esa pulsión imitativa, presente en todos los niños, existe junto a su falta de conciencia de que habitan su mundo inocente, que quieren abandonar, y que solo añoran cuando lo han perdido. En eso son también, los niños, profundamente humanos.

En la cocina, doy los últimos toques a la cena, nada especial, unos muslos de pollo deshuesados, rellenos de tocino y queso. Los hemos mejorado con un resto de salsa que guardamos del asado de nochebuena y medio vaso de Pedro Ximénez. Después de quince minutos en la olla y la reducción de la salsa, el resultado ha sido mejor de lo que esperábamos.

Hemos tomado media botella de cava de aperitivo y para el pollo hemos abierto una botella de Cuné, un tinto riojano obsequio de unos amigos. Después unos dulces y hemos esperado, los tres, distraídos con el juego, el toque de campanas que marca el fin de año.

El niño, al traerlo sus padres y ver la mesa puesta para las grandes ocasiones, ha comenzado a decir, en un tono excitado, copas!, copas!, reconociendo así, desde su ingenuidad, lo extraordinario del acontecimiento que hemos escenificado para el. Cuando hemos abierto la bolsa del cotillón, su entusiasmo infantil por las baratijas que contenía nos ha hecho reconocer con que cosas tan pequeñas se puede contribuir, a veces, a la felicidad de los inocentes.

Las campanillas siguen sonando, con el impulso de los ángeles que giran y las golpean sutilmente con los bastones, cuando en la pantalla del televisor aparece el carillón del reloj en la puerta del sol madrileña. Son las doce de la noche del día treinta y uno de diciembre de 2007.

La vida de ese niño que apenas cuenta veintiséis meses transcurre en un mundo marcado por la inocencia, pero el no lo sabe. Solo se enterará al reconocerlo como una pérdida cuando, ya adulto, sus hijos le pidan que se quede a un niño como él , para ir al teatro.

Lohengrin. 2-01-08.

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