jueves, 3 de enero de 2008

LLUVIA

El llanto tranquilo de la lluvia moja las calles del barrio en el inicio del año, y yo me defiendo de la amenaza de la tristeza melancólica, que no proviene de la lluvia sino del interior de uno mismo, por medio del recurso a la jalea real vitaminada, porque las avatares del amor y el desamor, la alegría y la tristeza, las emociones atribuidas al corazón por la literatura romántica, no provienen de esa víscera, sino, como afirman los entendidos, de prosaicos procesos bioquímicos cerebrales que las gobiernan sin la intervención de nuestra voluntad.

Ignoro si esas afirmaciones, más o menos científicas, son del todo ciertas, pero he comprobado que esa pócima homeopática tiene el efecto, en mi caso, de frenar los episodios de tristeza que a veces acompañan las lluvias de enero. No es que la tristeza sea mala en si misma. A veces va acompañada de un aumento de la sensibilidad literaria que no nos viene mal a quienes tenemos la manía de escribir, pero con la tristeza pasa como con el veneno, lo importante es la dosis.

No hay que tener miedo a la tristeza. Hay que esforzarse en conocerla, aprender a convivir con ella, tratarla con familiaridad, hasta conseguir la habilidad de controlar su dosis, que es algo muy personal, pues cada uno sobrevive con una cantidad diferente cabalgando sus neuronas. Para algunas personas, enfermas de otro síndrome, el optimismo vital, es algo desconocido. Van por la vida con tristeza cero en sus neuronas y, aunque parezca increíble, no les pasa nada. Otras, en cambio, acumulan un exceso de tristeza en su ánimo, una dosis tóxica que les incapacita, con una intensidad orgánica, para un mínimo disfrute de la vida, algo obligatorio en todo ser vivo para poder reconocerse como tal.

Para manejar la tristeza propia de un modo hábil y eficaz hace falta experiencia, entrenamiento, porque no todas las tristezas son iguales y a cada una hay que tratarla de un modo distinto. Es inevitable recurrir a la taxonomía, la clasificación, si queremos acercarnos a un entendimiento somero de su complejidad. Hay tristezas que tienen una función saludable. Las que acompañan a la pérdida de un ser querido, sirven para ritualizar y sanar la sensación de duelo igual que los conjuros que utilizaban los brujos en los grupos primitivos con la misma finalidad. Eso dicen los antropólogos. En las sociedades no primitivas, el tiempo sustituye al conjuro pero, al final, el efecto es el mismo, la superación de la tristeza por el drama de la pérdida.

Hay tristezas románticas, vinculadas a la ruptura de un vínculo amoroso, que se intentan exorcizar, a veces con éxito, otras no, mediante la sustitución del vínculo perdido por otro nuevo. Esta clase específica de tristezas alimentó millones de páginas escritas en el período romántico por lo que, al tiempo que afligía a las personas, constituyó un recurso casi inagotable, como pocas veces se ha dado en la historia de la literatura.

La tristeza melancólica, sin causa aparente, que se suele percibir como algo inducido por la lluvia o la insuficiencia de luz, pero que parece tener su origen en procesos bioquímicos internos, es la que mas entiendo por haber bregado con ella muchos años. Es la mas fácil de combatir, en el caso de que se desee hacerlo, pues suele estar relacionada con carencias vitamínicas o de ciertos aminoácidos. Esa tristeza es responsable de grandes hallazgos literarios, que tienen su origen en la sensibilidad exacerbada por el sentimiento de dolor que sufre el individuo creativo. Una expresión lírica de ese sentimiento es el título de un libro de un autor olvidado, “El Dios de la lluvia llora sobre México”, también, una cita del libro de Octavio Paz “Árbol adentro” --La noche (….) vasta demolición que se acumula. Estos ejemplos muestran que esta clase de tristeza, cuando no se deja crecer hasta que incapacita al individuo, puede ser una fuente creativa.

Hay otras tristezas, además de la del duelo, las románticas y las melancólicas, pero cada individuo las vive de un modo personal, que resiste cualquier intento de clasificación porque esas experiencias emocionales operan sobre su carácter único, que las sufre y expresa de una manera propia.

Pienso en la peor de todas las tristezas que afecta a tanta gente en esta sociedad insensible. La tristeza del abandono. Pienso en la dureza del dolor de quienes son abandonados, niños, perros, ancianos, seres vivos todos ellos a quienes se ha considerado prescindibles por quienes debían acogerlos, cuidarlos, y no me creo capaz de imaginar la dimensión inhumana de ese dolor. A ellos, a los abandonados, dedico este artículo, en esta mañana de enero, cuando el llanto tranquilo de la lluvia moja las calles del barrio y la ingesta de mi pócima de jalea vitaminada controla la dosis de mi tristeza personal.

Lohengrin. 3-01-08.

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