Mi profesora de comunicación ha prometido explicarme los detalles del complicado sistema electoral americano que en nada se parece al nuestro, salvo en el hecho de que los ciudadanos de allí con derecho a voto, como los de aquí, sufren temporalmente el mismo síndrome, la ilusión electoral, que la cruda realidad se encarga de que se desvanezca, una vez elegido el candidato preferido por los electores.
La ilusión electoral opera de un modo semejante a la ilusión monetaria, en la medida en que a la valoración subjetiva de las expectativas que generan entre los electores las propuestas de los candidatos, se opone luego la realidad de los límites de la política. Límites en la política exterior y en la política económica, sobre todo, que suelen funcionar bajo parámetros difíciles de cambiar con la voluntad política de quienes han prometido, con mayor o menor convicción, hacerlo.
Es muy probable que Obama, como antes Kennedy y Clinton, --en el caso de que la esperanza negra de los blancos pobres y jóvenes llegue a ser candidato de su partido y sea elegido presidente-- al día siguiente de su elección se encuentre en su despacho con un grupo reducido y selecto de funcionarios que le informen de cuales son sus propios límites, que no se pueden rebasar.
En esa reunión estará presente gente del Pentágono, que pondrá sobre la mesa los límites del presidente en política exterior, en términos muy crudos. También algún funcionario muy respetado en el mundo de las finanzas, que hará lo propio con las medidas de política económica.
Después de una semana de intensas reuniones, todas las expectativas de las promesas programáticas electorales, las que suscitaron la ilusión electoral de los votantes, habrán sido retorcidas, trituradas, rebajadas a la síntesis de lo posible, de lo que puede tolerar el sistema, que no es otra cosa que los poderes fácticos que lo dominan. En primer lugar, el dinero, luego la milicia y por último, los múltiples asesores de comunicación que en nuestro tiempo son casi tan poderosos como los jefes del Pentágono.
Parece una visión pesimista. Para algunos lo será. Otros, por el contrario, la considerarán realista. Admito que dentro de los límites de lo posible, definidos por instancias ajenas a él mismo, el presidente de los Estados Unidos aun tiene un cierto margen de maniobra, mayor en cualquier caso que el de los políticos de otros países menores, por lo que la ilusión electoral no se verá defraudada en su totalidad.
Algunas ofertas aventuradas en el fragor de la lucha electoral quedarán indemnes y serán llevadas a feliz término, pero solo si las medidas que implican no se oponen de modo frontal a quienes realmente controlan el espacio entre lo deseable y lo posible, las promesas y la realidad.
De ese orgullo localista, a que el candidato Obama alcance la nominación a la presidencia, hay la misma distancia que sus rivales recorren todos los días con las fauces abiertas para devorarlo. Mientras escribo este artículo, al parecer Hillary Clinton ya le ha dado una buena dentellada en la yugular a Obama.
A mi me parece un accidente histórico desgraciado el hecho de que una de las repúblicas democráticas mas antiguas del mundo, sea presidida por un tipo como Bush, y celebro --aunque no puedo votar en USA, lo que no me parece justo, dada la influencia de ese país en la vida cotidiana de cualquiera-- que su mandato termine.
Siento cierta simpatía por el pueblo americano, al que nunca he confundido con sus líderes, la misma que puedo sentir por los habitantes de Katmandú, porque nos parecemos más de lo que nos diferenciamos. Todos tenemos las mismas necesidades, amamos, sufrimos y nos equivocamos casi del mismo modo, pese a las diferencias culturales. Por eso, desde aquí les deseo que acierten en su elección y que su ilusión electoral se vea correspondida en la máxima medida, a pesar de los límites de la política.
Lohengrin. 9-01-08.
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