Como el control social y la represión de la libertad personal nunca les parece suficiente a quienes basan su existencia de minorías sociales en la no liberación de las mayorías, y no pueden convencer a los miserables de que los escasos placeres que están a a su alcance son malos en este mundo, han tenido que inventarse otro, en el que los castigos a la libertad placentera son tan terribles, que a través de la culpa uno lleva un mono en la nuca –Vicent-- que se encarga de controlarlo de por vida.
Cualquier persona sensata, no alienada por los discursos represores, anti liberadores, ha experimentado que las experiencias placenteras, tanto físicas como espirituales, tienden a convertirle en una persona mejor, siquiera temporalmente. Y, sin embargo, quienes necesitan de la sumisión ajena para su propia supervivencia insisten, durante milenios, en poner en valor el dolor y el sufrimiento humanos como una inversión que nos será retribuída a plazo fijo, generalmente muy lejano, y amenazan con los tormentos del infierno a las frágiles criaturas que se someten a sus normas, si hacen un uso –siempre inmoderado, dicen-- de su libertad personal, al margen de las convenciones, decálogos y normas que les son impuestos.
La razón que se esgrime para legitimar estas actitudes represoras es que las sociedades humanas volverían a la animalidad mas agresiva en ausencia de normas éticas o religiosas que controlen a sus indivíduos. La realidad es que la persistencia de minorías jerárquicas políticas, sectarias y religiosas imponiendo sus intereses en las formas de organización social, crean mas caos, desorden y conflictos que una sociedad tranquila y relajada, con licencia para la vida placentera, no agresiva.
Si la vida nos impone nuestra cuota de dolor y sufrimiento individual o colectivo, sin necesidad de buscarla, es criminal que alguien nos prohiba comer una chuleta de cerdo cuando nos apetece, o acostarnos con una señora/señor, con consentimiento recíproco, aunque no nos una ningun vínculo jurídico o religioso, mientras que ni el Papa, ni los demás jerarcas, son capaces de evitar que el mandamás de un país mande invadir a a otro y cause miles o millones de muertos.
No estoy hablando del placer limitado a lo gastronómico o carnal en un sentido hedonista, que también, sino de otros placeres, como el de ejercer la solidaridad mútua, el de no explotar a nadie, o el de habitar en una ciudad lenta, uno de esos lugares que forman parte del movimiento que rechaza vivir como nos imponen otros; de los placeres del conocimiento, del respeto a la naturaleza, del arte, por no hablar de otros placeres menores, pero no desdeñables, como tomar el sol, no escuchar a Samaranch ni a César Vidal, y otros por el estilo.
Hubo una década en la que abundaban los libros escritos en favor de las ideas de libertad y placer, Educación Liberadora, de Freire, El Miedo a la libertad, de Fromm, y hubo todo un movimiento de rechazo a las imposiciones absurdas que emanaban de un sistema que se volvía obsoleto y apartado de las verdaderas necesidades humanas. Los experimentos de comunas y formas de vida alternativas se ensayaron por la misma época. Algo pasó, probablemente propiciado desde el propio sistema, para que ese movimiento se destruyera por el abuso de alucinógenos y drogas duras.
El sistema siguió su camino y demostró una capacidad casi infinita para asimilar las protestas y los cambios, pero hay algo que siempre resurge, la conciencia de la propia libertad, de la capacidad individual de renunciar a lo que tratan de imponernos desde fuera.
Al menos, en el siglo XXI, hay mucha gente que no consiente que nadie le diga si ha de comer o no cerdo, o con quien debe o no debe acostarse. No es mucho, pero por algo hay que empezar, aunque lo ideal es que el Papa, los Ayatolás y los tipos como Bush y Putin desaparezcan de nuestras vidas. Que se vayan, luego ya pensaremos como organizarnos, que no se preocupen, no los echaremos de menos.
En fin. Carpe Diem.
De nada.
Lohengrin. 14-04-08.
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