(….) “Gosálvez se fue y yo retomé mi posición con los pies sobre la mesa para continuar mi ejercicio de sopor inactivo. La inacción, en mi caso es, mas que una actitud, una forma de vida que tiene al menos un lado positivo. Si no haces nada, no dañas a nadie, solo a ti mismo. Siento una natural repugnancia por los tipos como Gosálvez, mas que nada porque cuando me veo en el espejo colgado en la pared reconozco en esa imagen el reflejo de los rasgos de esos temperamentos que repruebo.
Sospecho que la alternativa que me ha presentado ese sujeto odioso es una falsa disyuntiva. No hay opción posible y me parece una pérdida de tiempo pensar en elegir entre la cárcel y el definitivo envilecimiento de mi deteriorada trayectoria personal, pues el falso dilema consiste, me parece, en unirme a su censo de asesinos o recibir un tiro en la nuca, que serían solo dos modos de estar muerto.
No creo que después de facilitarme la información reservada necesaria para incorporarme a sus 'operaciones especiales' se me permita elegir, negarme a aceptar, y mucho menos dejarme vivo, aunque sea en una cárcel de Lisboa, donde podría poner en peligro la confidencialidad de sus sucios asuntos.
Como no pienso plegarme a la propuesta de Gosálvez, el dilema es otro. Intentar, o no, ver a Manuela, antes de que llegue el matarife. Manuela es lo mejor que me ha pasado en mi vida adulta.
Mi vida de niño fue muy feliz, la recuerdo vivamente, con una frescura salina reconfortante. No consigo entender lo que pasó después, pero sobre esa superficie inocente la vida fue depositando capas de maldad y lo único que me permitió recobrar la inocencia perdida fue la presencia fugaz de Manuela.
La inocencia de Manuela me hace evocar mi vida de niño transcurrida en un pequeño pueblo de pescadores del Alentejo. No conocí a mi padre. Me contaron que se enroló en una flota de altura bacaladera y nunca volvió al pueblo, pero me eduqué con la protectora y amorosa compañía de sus hermanos –mi madre murió muy joven-- y con ellos me hacía a la mar en un pequeño bote artesanal, antes de cumplir los cuatro años, y todavía recuerdo el aroma salino de ese mar que persiste en mi vida adulta, porque ya nunca he sido capaz de vivir en ciudades alejadas de la costa.
Mi primera captura me produjo una alegría indescriptible, apenas tenía seis años y, para que no molestara en la barca, me dejaban extender un sedal con un trozo de sardina desde la popa de la embarcación. El tirón que dio el atún me produjo un corte en la mano, pero yo tuve el reflejo de no soltar la línea, hasta que uno de mis tíos vino en mi ayuda y juntos izamos a bordo la pieza que pesó algo mas de un kilo. Aquella primera sensación de triunfo, de victoria, está en el origen de todos los intentos sucesivos de mi vida adulta para recuperar aquella experiencia.
Presiento que la aventura está próxima a su término, y el recuerdo de mi infancia se me impone con la intensidad sensorial propia de las cosas irremediablemente perdidas. La luz del atardecer en la playa, con las barcas varadas y las redes extendidas. La paciencia infinita de hombres y mujeres con la piel arrugada remendando la trama estropeada –las arrugas me parecen medallas al mérito de haber vivido-- y los niños jugando alrededor de las barcas, a la pata coja, mientras el cielo de poniente se pone un vestido cromático que se resiste a ser descrito, por la velocidad con la que el sol se sumerge en la lejanía, y sus efectos cambiantes imposibles de fijar en la limitada percepción del ojo humano.” (….)
LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 16-01-10.
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