sábado, 17 de noviembre de 2007

ESCRITORES

Comenzó a escribir su sexta novela con una mirada nueva, como si fuera la primera vez que lo hacía, desde una mente en blanco, de la que había borrado todas las historias anteriores, que siempre parecían la misma historia. Ese salto al vacío, abandonando las referencias anteriores, una especie de muleta en la que apoyaba su escritura fácil que no se caracterizaba por el esfuerzo, le produjo al principio una sensación de vértigo que se fue transformando, capítulo a capítulo, en una experiencia liberadora, que culminó en un estado de exaltación cuando alcanzó la intuición de que nunca, nadie, había escrito un libro como ese.

Las impresiones subjetivas de quienes escriben, sobre la naturaleza de sus obras, deben ser confirmadas por quienes, a las siete de la mañana, las ojean mientras viajan en el metro y por todos aquellos escritores frustrados que, incapaces de escapar de su propia mediocridad, soportan ese sentimiento de frustración dedicándose a la crítica literaria.

Adanismo. Así calificó el crítico mas influyente del New York Times su esfuerzo renovador, su audacia al abandonar la seguridad de sus ataduras anteriores, y lo que a el le parecía una auténtica proeza, el esfuerzo de desprenderse de la costra acumulada de siglos de tradición literaria para crear un mundo nuevo, una ventana abierta al aire puro de lo auténtico, de lo estrictamente personal.

Antes de condenarlo al abismo y a la ausencia en las listas de títulos interesantes que marcaban la diferencia entre el éxito y el fracaso de los productos literarios, aquel crítico de piel amarillenta, con el hígado averiado por el consumo masivo de alcohol y un carácter marcado por una hipocondría extrema, citó una lista de escritores europeos y americanos de los últimos doscientos años, para señalar después que su nueva novela demostraba que no había aprendido nada de ninguno de ellos, que no había rastro alguno en su lenguaje, en su estilo, en la construcción de la novela, del poso de las novelas que le habían precedido, que aquello era en realidad, un exabrupto de un analfabeto literario, alguien que parecía haber nacido ahora mismo, y que lo ignoraba todo sobre el inmenso legado de la literatura de sus antecesores.

Ese estúpido, borracho y conservador crítico, no había advertido el enorme esfuerzo personal y literario que el había necesitado para desprenderse, voluntariamente, de esa carga de la tradición que frenaba su creatividad. No había sabido entender que, precisamente, esa ausencia de referencias reconocibles en su sexta novela, era un hito que señalaba otro modo de concebir la literatura, una renovación en el arte de escribir que habría una puerta que, durante siglos, había permanecido cerrada a cal y canto, seguramente porque tipos como ese impedían que se abriera, para estar seguros en la comodidad de lo conocido y lo trillado, negándose a aventurarse en el resbaladizo terreno de lo nuevo.

Se sintió como Joyce, cuando publicó Ulises, con el rechazo absoluto de toda la comunidad literaria. Comenzó a habitarlo un feroz sentimiento de hostilidad rebelde contra aquel tipo que hacía y deshacía prestigios ajenos, desde su tribuna periodística, mientras tomaba el enésimo whisquey que volvía su piel cada vez mas amarillenta.

Durante largas noches, en la soledad de su loft, estuvo rumiando su rencor contra aquel tipo que había hundido sus esperanzas, con total impunidad. La séptima noche, vio en el periódico la noticia de un cóctel literario que se iba a celebrar en un hotel de la séptima, con la asistencia de quien se había convertido en su enemigo. La tensión que le había mantenido insomne esos días, comenzó a relajarse al anticipar la posibilidad de una venganza. Se imaginó derramando en la copa de su enemigo el contenido de una cápsula de cianuro, aunque intuía que enseguida habría otro dispuesto a ocupar su puesto de gurú literario, porque esa especia es inextinguible, no puedes matarlos a todos.

A la mañana siguiente, puso manos a la obra. Comenzó una novela de corte policial, un thriller construido con todas las convenciones del género, en el que aparecía un escritor contrariado por una mala crítica, y un personaje perfectamente reconocible por los lectores como el crítico que le había fastidiado, a quien envenenaba derramando una cápsula de cianuro en su bebida.

Esa nueva novela, que no tenía nada de renovadora ni original, pero que aludía a personajes reconocibles en el mundillo de N.Y., fue incluida en las listas de éxitos del New York Times por el nuevo gurú que sustituyó al que había rechazado su libro anterior, a quien tuvieron que hospitalizar a toda prisa. Un ataque de delirio alcohólico lo confinó en una clínica psiquiátrica de N.Y., antes de que palmara por un fallo hepático.

Lohengrin. 17-11-07.

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