domingo, 4 de noviembre de 2007

RETRATOS (1)

Bianca nació de un trozo de pirita fecundado por el monzón en un lugar oculto por la bruma, pero su sustancia mineral se humanizó recitando a Shakespeare y Marlow, hasta convertirse en una muchacha de veinte años con la nalga derecha tatuada con una flor multicolor.

Corrían los años ochenta y en algún lugar de la selva amazónica, donde las aguas del gran río se dispersan en meandros habitados por los tejidos intrincados del manglar y los buscadores de oro escudriñan las oquedades de sierra Tumacumaque, un garimpeiro sacudía su cedazo con minuciosa profesionalidad y su rostro llevaba puesta esa mañana una expresión melancólica.

Su piel, agrietada por el sol tropical, tenía el tono dorado del codiciado metal que perseguía con poca fortuna, desde que sus ancestros le transmitieron el adictivo afán de la búsqueda. Con un gesto repetitivo de su mano derecha descartó un trozo de pirita, que salió despedido del montón de tierra lavada que examinaba, hacia el rico manto vegetal de la ribera.

Al llegar la estación de las lluvias, la erosión hizo fermentar el interior del tosco mineral y un diminuto embrión humano con aspecto de niña inició su ciclo de crecimiento, junto a otros habitantes de la selva fruto de la misma cosecha de llanto cíclico, y todos ellos prosperaron en la cálida y húmeda placenta del bosque amazónico, hasta convertirse en seres adultos, con la piel dorada por el polvo aurífero del cedazo del garimpeiro.

Cuando la vi, su rostro de niña antigua conservaba un aire mineral cuya energía se concentraba en una mirada intensa, en contraste con su aparente fragilidad. Apenas nos encontramos dos o tres veces. La última vez, conversamos mientras el hielo tintineaba en el vaso largo que Bianca sostenía con sus manos menudas, y los cubos pajizos que enfriaban su bebida se deshacían en agua, básicamente igual a la del monzón amazónico que fecundó aquel tosco fragmento de pirita, veinte años antes.

Fuera, la madrugada había suspendido el viento, el tiempo y el espacio en este hemisferio, para que nada perturbara nuestro ritual de comunicación silenciosa, mientras en la selva amazónica, el calor húmedo del sol de la tarde calentaba el interior de otro trozo de pirita descartado, cuyo débil latido marcaba el tiempo que nos queda por vivir a quienes hemos elegido estar en el mundo con una perspectiva geológica.

A la mañana siguiente, perdí el vuelo a Sao Paolo. Llegué diez minutos tarde. Había mas vuelos, pero, si no lo coges en caliente, ya no importa.

(Fragmento de "El Jardín de Heliópolis", 2.004. Versión revisada 2.007)

Lohengrin. 4-11-07.

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