domingo, 4 de noviembre de 2007

RETRATOS (2)

Malena no es un nombre de tango, sino una criatura terrestre de Mendoza que nació bajo el signo de Aries y creció en un lugar ubérrimo, lleno de huertos de tomates, espárragos trigueros, pastos verdes como los colores del Islam y montones de hectáreas de viñedos.

Esta criatura vegetal ha ido incorporando a su piel el suave terciopelo de los pámpanos de la vid, hasta convertirse en una dulce fruta madura, dorada por el sol austral, con sus ojos del color de la miel oscura, cabellos lacios, pecho maternal y una capacidad inagotable para dar cobijo al olvido de los hombres como yo, en su hospitalaria cintura.

Su sombra favorece la tranquilidad creadora y a la vez, tensa como la cuerda de un arco los resortes del deseo, pero el sustrato geológico de donde viene, la sabiduría acumulada de sus experiencias, se conciertan en una voz de textura suave como la luz de las tardes declinantes de su Mendoza natal.

El dulce abandono de su cuerpo opera como una red, tendida sin querer, de la que no puedes salir sin dejar una parte de ti mismo. Cuando exhala un aroma a jazmines y almendras desde su melena negra, no parece que sea un ente real, pero al estirarte para alcanzar sus labios de cereza, no queda duda alguna del carácter carnal de su existencia.

El azar nos encontró en una rara atmósfera de estancias orientales y alfombras persas, tan irreal como un paisaje lunar, pero la calidad geológica de Malena impuso su terrenal presencia en medio de los falsos estucos y una sólida sensación de realidad hizo desaparecer toda la parafernalia circundante. Solo quedamos nosotros, desnudos bajo la lluvia, interrogándonos sobre la naturaleza mineral de las cosas.

Malena, si no fuera una mujer de carne y hueso, una criatura terrestre de Mendoza, además de una creación de papel, sería un objeto celeste, una estrella inquieta y lejana, cuyo brillo llegara al observador de tarde en tarde. Quizás, en algún gélido invierno, desde una sierra alejada de las ciudades, las gentes y las cosas, en una noche lunar, un ciego, recuperada la visión de sus ojos ulcerados por el miedo, escrutará la vía láctea en busca de un objeto celeste huidizo y cíclico no registrado en las cartas astrales.

Cuando por fin descubra esa luz itinerante, tras una última mirada, caerá tendido sobre los romeros de su jardín, y un aroma a jazmines y almendras será la sensación última que perciban sus sentidos, antes de que su cuerpo se confunda con la tierra ocre del lugar.

Intenté fugarme con Malena, pero no vino a la cita. Cuando el último tren hubo salido, solo quedé yo en la estación con mi maleta, en medio del vestíbulo, como una representación broncínea del viajero de Úrculo.

(Fragmento de “Marc el desmemoriado” 2.003/2.004 - Versión revisada 2.007)

Lohengrin. 4-11-07.

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