jueves, 28 de mayo de 2009

EL ANALISTA DE COSTES

"Alguien dibujó en la longitud de la playa urbana una perfecta mañana de mayo. Incluso dejó su firma en forma de una leve mácula blanca sobre el azulenco cielo despejado. Del mar salían los cuerpos jóvenes y gráciles salpicados de esféricas gotas de agua salina. Luego se dejaban caer con la indolencia de la fatiga nocturna bajo los sombrajos que se extienden a lo largo de los ocho kilómetros de costa.

Junto a casetas de baño pintadas con rayas verticales blanquiazules, un estilo clásico de mobiliario urbano playero decora el paisaje, copiado seguramente en su origen de los avispados mallorquines, que fueron los primeros en añadir palmeras para conseguir un efecto de ilusión caribeña.

Sobre las baldosas del lado pavimentado del paseo, algunas personas transportan sus abultadas barrigas encima de bicicletas en marcha, mientras en el terrizo sombreado por las palmeras, donde están instalados los aparatos públicos de gimnasia, las extremidades de quienes allí se detienen se columpian con la ayuda de sus mecanismos.

No hace viento. Un resto amable de brisa húmeda impide que la gente se achicharre en las mesas de las terrazas próximas a la orilla, y salva del infarto a los andarines que sudan sus camisetas en el paseo, con rítmicos golpes de cadera y braceos simétricos.

La extensa franja de arena que se prolonga siguiendo la línea de la costa, emite un reflejo dorado, producto, seguramente, de las mil y una pasadas por el cedazo de las máquinas, a las que ha sido sometida hasta dejarla en estado de revista.

En estado de revista están los efectivos de la Policía Municipal, en mitad del paseo. En formación militar y en posición de descanso, un numeroso grupo de agentes, acompañado de sus vehículos, automóviles y bicicletas, espera bajo el sol inclemente, haciendo un pasillo, la improbable llegada de alguna autoridad. Una hora después siguen allí, inmóviles, esperando. Evocan aquella guarnición de una fortaleza fronteriza que se pasa la vida esperando el ataque de los ejércitos tártaros, que nunca se produce.

Precisamente, a causa de una delirante decisión de política municipal estoy aquí, en el lóbrego sótano de un restaurante, pesando mierda. Me llamo Lorenzo y soy analista de costes. No consigo recordar como he pasado, de analizar los costes de los componentes aeroespaciales de la Nasa a ser requerido por cualquier nivel de las administraciones públicas, como especialista en medición de costes excrementales.

Lo cierto es que estoy aquí, en este sótano que huele a mierda, sudando la gota gorda, embutido en un traje gris marengo, una pieza de invierno, con una camisa que dejó de ser blanca hace tiempo y una corbata estampada cuyos colores originales ya no se reconocen, porque el poder municipal elaboró un delirante proyecto por el que los restauradores de la playa deben pagar una tasa para contribuir a los costes de depuración de las materias fecales y residuales que su actividad implica.

En medio del follón de la protesta que levantó ese proyecto, alguien lanzó la idea de que cada local debía contribuir al pago de la tasa en proporción a los kilos de materia fecal y al cubicaje de los orines que se procesaran, diariamente, en cada una de sus instalaciones sanitarias.

Tal vez porque yo ya cometí el error de aceptar aquel otro trabajo surrealista, encargado por el fisco, para pesar la masa de los hornos en las madrugadas previas a la elaboración de los productos de panificación, un método para controlar, mediante ese procedimiento, si los módulos para atribuir a los honrados horneros sus ingresos fiscales eran correctos, o quizás porque después me dejé seducir por los altos honorarios que me pagaban para estimar el coste directo de la limpieza de las boñigas que soltaban las jacas de la guardia municipal, esa de lujo, que va empenachada, con coraza y casco, y que los equinos sueltan en cualquier sitio, ajenos al lujoso embalaje de sus jinetes, todas las administraciones me están catalogando, en su registro de proveedores de servicios, como un especialista.

Hasta un presidente de diputación me llamó, antes de este último encargo, para estudiar el coste de transformación de la paja de los corrales de la plaza de toros de su competencia, convenientemente
aderezada con las secreciones líquidas y sólidas de los astados, en piensos para alimentarlos durante su estancia temporal en las dependencias de la plaza. Dije que sí.

Mi frente está totalmente bañada de sudor. La tarea de pesar y medir, con los instrumentos adecuados, la mierda de los otros, es bastante humillante, pero si además has de hacerlo, por contrato, vestido con traje color marengo, camisa y corbata, sumido en la lóbrega oscuridad de los sótanos que se utilizan para las mediciones, antes de liberar esos flujos excrementales a los tubos que los llevan a las depuradoras, inevitablemente piensas en cambiar de profesión. Dentro del ámbito de contratista de servicios de la administración, seguro que hay alguna otra especialidad menos guarra. Claro que, si lo piensas, alguien tiene que dedicarse a pesar y medir la mierda de los otros. Si no lo hago yo, tendrán que buscar a otros. En Fin.

Felizmente, he terminado la jornada matinal. Empiezo muy temprano. La medida se refiere al día anterior, y no debe estar distorsionada con las remesas de hoy. En la playa luce el dibujo de una perfecta mañana de mayo. Al final del espigón en construcción, el brazo articulado de la draga no cesa de dar giros concéntricos, en intervalos regulares, como un reloj analógico que mide el tiempo de la realidad, al margen de ficciones y ensoñaciones. Sobre el cielo azulón, alguien ha dejado la huella de su firma. Un tenue rasgo horizontal, blanquecino. Parece una firma de autor.”

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 28-05-09.

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