lunes, 14 de octubre de 2013

EL BARRIO MORO DE CHELVA

Fuimos a Calles para observar el otoño, pero el otoño aún no está allí. Lola, que nos acompañaba con su marido Antoni, el pintor, cuando paseamos por la vereda junto al rio, dijo que le recordaba la Soria machadiana, pero ningún tono rojizo o dorado visitaba aún la arboleda porque, Encarna, que fue quien promovió el viaje para revivir el recuerdo de otros otoños dorados en ese lugar, no cayó en la cuenta de que aún no estamos en noviembre, el mes ideal para esas contemplaciones, mas aún este año en que octubre parece un estío prolongado, en lugar de un tiempo en el que los pámpanos de las vides comienzan a enrojecer.

El rumor del río contribuyó a hacernos olvidar la ausencia del otoño y, después de un largo paseo almorzamos en un bar del pueblo, donde nos aconsejaron visitar Chelva y comer allí, porque ellos solo sirven bocadillos y platos combinados, y Chelva está a cuatro kilómetros de Calles.
(...)
Llegamos a Chelva cerca de las dos de la tarde, dejamos el coche estacionado en la ronda y nos acercamos, a pié, al centro del pueblo. 

En su plaza mayor encontramos tres centros de interés. Una iglesia del siglo diecisiete, con la rareza de una torre adosada decorada con colorines, azulete y encarnado, lo que le daba al conjunto un aire sumamente extraño, una tasca llamada Plazi y una arcada con una placa que indica la entrada a los barrios moros, que fue lo que mas nos llamó la atención, aunque decidimos posponer la visita hasta después de comer.

Fue una buena decisión pues nos permitió pillar la última mesa libre en la Tasca Plazi. La carta del restaurante llamaba a los huevos rotos, de manera jocosa, 'Rómpeme los huevos', acompañados de chistorra,chorizo, jamon, esas cosas. Nosotros nos decidimos por un par de esos platos, unas croquetas de setas y una ensalada Plazi, que resultó ser un plato muy elaborado. Aunque las raciones eran abundantes, decidimos completarlas con postres de chocolate, muy energéticos, una elección que se reveló sabia, si consideramos lo que andamos luego. 

Se accede a los barrios moros por la arcada de la plaza mayor y poco a poco te vas internando en un dédalo de callejuelas peatonales, intrincadas  y a diferentes niveles a los que se accede por estrechos pasos abovedados. Todo el lugar tiene un trazado circular, laberíntico, seguramente desde una vista aérea será una espiral, abundan los callejones cerrados que te obligan a volver sobre tus pasos para continuar la visita, y ese conjunto monumental, tan desconocido para mi, resulta una evocación de las medinas que visité en el Marruecos profundo, y aunque, seguramente, no alcanza la dimensión de la morería cordobesa, que tiene una gran mezquita, aquí queda el testimonio de que la hubo, bajo los restos de una modesta iglesia cristiana. 

La sensación que tengo después del largo paseo por este barrio inédito para mi, es que su tamaño excede el de la Villa vieja de Requena, otro conjunto monumental extraordinariamente bien conservado y no se si como este, bastante desconocido para el viajero que busca otros destinos mas espectaculares, antes de conocer lo propio. 

Impresionados por lo que habíamos visto, nos internamos brevemente por el barrio judio, de mucha menor dimensión y nos acomodamos en un banco de la plaza mayor, frente a la iglesia, para descansar. Vuelve a sorprendernos la extrañeza de ese edificio del XVII rematado por una torre de construcción posterior que ofrece esos rarísimos paneles pintados de azul y encarnado.


Luego, nos dirigimos, en coche, al punto donde se abre un camino para visitar el Acueducto romano. Estacionamos el coche y emprendemos el camino a pie, algo que resultará poco práctico pues, después de andar tres kilómetros, nos encontramos con una pared vertical, en la Peña Cortada, que hay que superar por un estrecho pasillo protegido por vallas, para alcanzar el alto desde el que se ve el acueducto. ¿No se puede poner un ascensor, como en Lisboa?

Quienes culminan tamaña aventura, vuelven hablando de las maravillas del acueducto pero, nosotros, estamos demasiado cansados y además tememos que el ocaso se nos eche encima si no volvemos, ya, al punto de partida. 

Durante el regreso a casa, en coche, por la CV35, unos 65 kilómetros de recorrido con un tráfico fluido y sin incidencias, evocamos las maravillas que hemos visto, ese barrio moro de Chelva, ese otoño aún sin colorear, y Encarna vuelve a expresar su deseo de repetir el viaje, en noviembre, cuando la maravilla de la naturaleza vista los árboles con esa armonía colorista imposible de describir, que solemos simplificar asignándole los tonos púrpura y dorado.

En fin. El Barrio Moro de Chelva.

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN) 14-10-13.

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