martes, 16 de febrero de 2010

BARRO

En el espacio sin tiempo del largo invierno de los cuarenta, vivíamos ajenos a todo aquello que no formaba parte del escenario lúdico de nuestros juegos, hasta que una tarde, mientras escuchábamos las historias de cada una de las gotas de lluvia, un caballero con polvo en la levita –ahora imagino que se parecía al último Fernán Gómez-- nos leyó en el barro de las calles los avatares de nuestras vidas adultas y la fecha exacta de su término.

Salimos de aquel espacio intemporal sin darnos cuenta y cada uno de nosotros, como las gotas de lluvia, comenzó a recorrer el camino trazado por aquel augur. Alfredo fue el primero en iniciarse en los misterios del mundo. Contratado por su padre que dirigía la banda de música de un circo muy famoso, se fue a recorrer el país tocando el saxofón. Cada vez que volvía por navidades, sus antiguos colegas del barrio lo recibíamos con la admiración que despertaba su exótico destino, pero pronto se cansó de su vida bohemia de músico itinerante y optó por calentar una silla en una caja de ahorros local hasta el final de su vida laboral.

Sus hermanos, músicos también, siguieron en la profesión, el mayor como pianista en los hoteles de Mallorca, el pequeño, que formó parte de un grupo musical, acabó convertido en broker, intermediando en los variados y numerosos negocios, artísticos o inmobiliarios, que acompañaron el crecimiento turístico de Benidorm.

La era del plástico determinó el destino de otros tres de nuestros colegas, que se dedicaron a la fabricación de matricería. El padre de uno de ellos construía matrices para una gran empresa juguetera y su hijo, González, otro de nuestros colegas, continuó esa actividad. En ese taller se inició Joaquín, el mas ingenioso del grupo, como aprendiz, solo el tiempo necesario para dominar el oficio pues como tenía un temperamento emprendedor, enseguida fundó su propia empresa.

Además de ser un emprendedor tenía una tendencia al exceso, que aplicaba a todo lo que hacía, al trabajo, a la comida y a la bebida. Esa peculiaridad suya acortó su recorrido vital y, como había advertido el hombre de la levita, fue el primero en abandonarnos.

El padre de Sandokan –le llamábamos así- era mecánico naval, lo que contribuyó a que su hijo se dedicara también a la mecánica, en la especialidad de matricería, por cuenta propia. Como se puede apreciar, esos avatares personales son el reflejo de una época en la que se produjo el despegue de la incipiente industrialización de diversos sectores empresariales ahora en crisis. Toda esa gente que tenía un oficio, casi ha desparecido. Ahora la gente no desempeña oficios, ocupa empleos, que se esfuman con la misma rapidez con la que se crean.

Hablando de empleos, no de oficios, a mi me depositaron antes de cumplir los trece años, cuando todavía vestía pantalón corto, en la oficina de una consultoría fiscal, pero a diferencia de Alfredo, que ha calentado siempre la misma silla, mi vida laboral ha estado llena de cambios, avatares, etapas mas o menos brillantes y periodos de infortunio. Con la distancia del tiempo, creo que no ha resultado nada aburrida, tal como pronosticó el hombre de la levita.

¿Porqué cuento todo esto? No lo sé. Tal vez sea para constatar que estamos en el mundo de un modo semejante. Esas semejanzas son las que permiten a los sociólogos buscar patrones de conducta social, observar ciertas regularidades que les permiten justificar la existencia de la sociedad y, de paso, la suya propia.

Una cosa es estar, y otra ser. Por mucho que nuestro modo de estar permita observar algunas conductas con la lente de lo colectivo, de lo general, lo cierto es que debajo de todo eso está la radical individualidad de cada uno. Somos tan singulares como cada una de las gotas de lluvia que convertían en un lodazal las calles de nuestra infancia. Eso es lo que nos explicó el caballero que nos leyó el destino de cada uno de nosotros en el barro de las calles. Hasta ahora, los hechos le están dando la razón.

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 16-02-10.

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