Miles de toneladas de paja de arroz en combustión iluminan la noche invernal y la atmósfera se consume en una densa humareda, mientras los efectivos del parque de bomberos intentan, sin resultado, controlar el fuego. Docenas de mangueras tendidas por todo el perímetro del molino intentan acercar el agua a la base del fuego, pero el tremendo calor generado por la gigantesca hoguera impide acercarse lo bastante.
El olor del barrio cambió aquella semana, como si todos sus vecinos hubieran decidido a la vez alimentarse solo con tencas asadas a la paja. Aquel incendio cambió el paisaje suburbial. Durante muchos años, el solar que habían ocupado el molino y las casas que ardieron, se convirtió en un nuevo escenario para los juegos de los chavales del barrio.
En inviernos sucesivos, al llegar el mes de enero, el aire se llenaba durante una semana de aquel olor a paja quemada, la atmósfera parecía menos respirable y un resplandor lejano iluminaba de nuevo con el recuerdo las frías noches de aquel tiempo, hasta que el viento de levante barría todo aquel rescoldo de vida chamuscada.
Enseguida llegaba la primavera. Bajo un sol esplendoroso, las libélulas púrpuras y doradas bebían en mi mano el agua de la fuente pública.
En el espacio sin tiempo de aquella infancia, los críos del barrio vivíamos ajenos a todo aquello que no formaba parte del escenario de nuestros juegos, hasta que una tarde desapacible de noviembre, un caballero con polvo en la levita nos leyó en el barro de las calles, los avatares de nuestras vidas adultas y la fecha exacta de su término”
(Fragmento de “Marc el desmemoriado” 2003/2004.Versión revisada 2007)
Lohengrin. 24-12-07.
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