“Hoy hemos ido al mercado. Nos gusta ir al mercado. Es tan pintoresco ver a nuestros huertanos ofrecer sus productos autóctonos: kiwis de Nueva Zelanda, papayas caribeñas, verduras de Taiwán, tomates de Almería –los de Heliópolis tienen un precio como si los hubieran cultivado en Marte, aprovechando la licuefacción milagrosa del agua de sus polos—y otras cosas exóticas.
Luego está la prosperidad de la casquería. El mes pasado solo tenían cinco metros de mostrador. Ahora tienen diez. Es lo que dicen los expertos en economía, que reventamos de prosperidad, ya somos la séptima potencia de la casquería y hemos adelantado a Italia, pero nos falta orgullo para darnos cuenta de las cotas que estamos alcanzando en el concierto mundial.
A nosotros, lo que nos interesaba, era el pescado.
A mi mujer, el rojo infierno del último tinte se le está decolorando, así es que me dijo.
--Yo me voy a la peluquería, que necesito tinte. Porqué no preparas una paella de fideos? En la nevera tienes una jarra con fondo de pescado. Le compras a Maruja una sepia y unas gambas arroceras. Vendré a las tres.
-Vale.
El puesto de Maruja, con todas las luces del mercado de Ruzafa encendidas, brillaba con
los lomos plateados de las mabras, las doradas de ración, las lubinas de playa, mientras las galeras se movían perezosas entre huesos de rape, cangrejos de mar, cintas, almejas encerradas en sus conchas, cabezas de merluza y pescados menudos, innombrables, todos en el montón de la morralla, pero nosotros ya teníamos el caldo hecho, así que me concentré en las sepias sucias, aún sin limpiar, las observé con detenimiento, establecí un diálogo mudo con ellas y, finalmente, le señalé a Maruja la que me ofreció un mayor índice de confianza, medido según las leyes de Lohengrin, que no voy a revelar.
Maruja limpió la sepia, añadió un poco de perejil fresco en rama y una docena de gambas arroceras, y me entregó el pedido. Doce euros.
De vuelta a casa me puse ese delantal cojonudo, de tela vaquera, que me regaló mi mujer por navidad, con una cinta así de larga que te da la vuelta por la espalda y te lo atas por la barriga, que da gusto, que aún te sobra después de la lazada, y organicé la logística.
El sofrito perfecto. Aceite, el justo, la sepia, troceada, doradita y las gambas soltando ese aroma identitario, ligeramente perfumado con dos dientes de ajo, que lo llevan impreso en la piel y que aflora cuando las pones en la sartén, que parece que están diciendo, soy una gamba, soy una gamba. Después, un toque mínimo de cebolla, una punta de pimentón, y luego, a revolver los fideos, añades el perejil, y todo sale razonablemente bien.
Todo estaba saliendo razonablemente bien, hasta que, al volcar el contenido de la jarra
en la paellera, en lugar del litro y medio de caldo que yo esperaba, apareció una roca de hielo como la que partió el Titánic en dos.
De momento no reaccioné. Me quedé mirando, atontado, aquel iceberg que flotaba sobre el sofrito y me pareció que, con tanto joder el clima, se había adelantado la próxima glaciación y en adelante deberíamos salir a la calle provistos de un serrucho con el que cortar un bloque de hielo, para hacer la paella de fideos.
Cuando salí de mi estupefacción, retiré la paella del fuego, dispuse un cacharro metálico con el caldo congelado dentro de una bandeja de pirex con agua, y lo descongelé al baño de maría. El microondas es que nos lo regalaron, pero no lo entendemos. Ya el móvil nos ha costado un cursillo especial así que, cualquiera se pone, ahora, con el microondas.
Una vez el caldo estuvo descongelado y caliente, en ebullición, lo añadí a los fideos, y los tuve cociendo ocho minutos, un minuto más de lo que ponía el paquete, no me pregunten porqué.
Cuando volvió mi mujer, nos sentamos a comer. Le pregunté.
--¿Cómo está la fideuá?
--Un poco pasados los fideos, pero de sabor está bien”.
(Fragmento de “Marc el desmemoriado” 2003/2004. Versión revisada 2007)
Lohengrin. 27-12-07.
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