miércoles, 12 de diciembre de 2007

LOVELACE

Una mañana del pasado verano, cuando volví a casa, abrí el buzón y encontré un sobre con membrete del Reino Unido. “La carta era de Lovelace, la inglesa que me dio un bofetón hace décadas y con la que, desde entonces, mantengo una relación epistolar cordial y a veces chateamos en la red. Me comunicaba el fallecimiento de su marido. Seguramente, por la naturaleza de la noticia, ha preferido el correo tradicional, en lugar del mensaje electrónico.

El óbito de su esposo sucedió en el centro geométrico del terrible verano pasado y la necesidad de despachar con rapidez los trámites funerarios, obligó a Lovelace a tomar decisiones para las que no estaba preparada y que exasperaron su tendencia a la duda hasta la fatiga.

La funeraria le había enviado uno de esos dependientes flacos, cetrinos y con bigote, con una voz impostada de tenor retirado, maneras dulzonas y un aroma vegetal a cementerio urbano impregnado en su uniforme gris, rematado con una gorra de plato que intentaba reflejar una vaga autoridad en el mundo de los muertos.

Llevaba una placa de identificación en la solapa que indicaba el nombre de la compañía a la que pertenecía y debajo el suyo propio. Después de varias fórmulas corteses y circulares de condolencia bien aprendidas, mister Murder consideró oportuno ir al grano y comenzó a recitar, sin énfasis, las condiciones de la póliza que aludían a los servicios funerarios que su compañía estaba obligada a prestar al difunto.

Al llegar a las alternativas de inhumación o cremación, Murder elevó, enfático, el tono de su voz y le imprimió una musicalidad sedosa y envolvente, mientras explicaba la conveniencia de hacer uso de determinadas prestaciones complementarias, no incluidas en el contrato y sugirió que harían menos dolorosa la inevitable sensación de pérdida que estaban sufriendo --pidió perdón por mencionarlo-- los deudos sobrevivientes.

Aludió a la cremación como elemento espiritual que, al reducir a mínimos fragmentos la materia doliente de lo humano, la devuelve al océano de partículas elementales que a todos nos contiene, y mencionó de pasada la oportunidad de fusión con lo absoluto que para el difunto supone ese digno procedimiento, pero que --ay-- impide la necesidad de graduar en el tiempo la sensación de pérdida.

Se extendió después sobre la cálida sensación táctil que produce una losa de dimensiones humanas y piedra natural --el mármol, matizó, resulta demasiado frío-- y contó cuanto le había emocionado observar en sus repetidas visitas al cementerio por razones profesionales, el gesto de ternura de los parientes acariciando la efigie en esmalte de sus difuntos, y como la intensidad de esa caricia decrecía con el tiempo, a la vez que se iba superando el dolor de la pérdida, dando paso a una dulce resignación, tránsito --concluyó-- que la cremación no permite con tanta gradualidad por lo traumático de su ceremonial.

A continuación, Murder mencionó con brevedad la razonable suma que suponían los servicios añadidos y sin esperar una respuesta inmediata, que solicitaría mas tarde, entró con sus ayudantes en la sala donde permanecía, completamente ajeno e indiferente al destino de sus restos, el esposo de mistress Lovelace, para adecentarlo un poco.

Las dudas de Lovelace sobre el destino de los restos de su esposo se originaban en una certeza. Estaba segura de que era prácticamente imposible volver a tropezar con un tipo tan zafio como el que yacía, frito, en la habitación de al lado. Su mente especulaba con la disyuntiva de la cremación, una especia de fogonazo simbólico consistente en darle portazo y cierre instantáneo a la peor etapa de su vida, con la ventaja de la brevedad, o bien obtener un ultimo servicio de aquella cosa informe y yacente, que en ningún momento de su existencia hizo algo que fuera útil a los demás.

Mientras los empleados de la funeraria hacían uso de la brocha de maquillaje y disponían un adorno floral en la cabecera del finado, Lovelace valoraba las variadas oportunidades que se le presentarían de establecer nuevas relaciones mas afortunadas en sus visitas al sepulcro de su difunto marido, sin desdoro para su respetabilidad. Recordó la minifalda negra que guardaba en su ropero desde sus tiempos de soltera y que el nunca consintió que vistiera y se imaginó a si misma con ella puesta, y como lucirían sus largas y bien torneadas piernas enfundadas en el par de medias negras con costura, no demasiado tupidas, cruzadas sobre un banco frente al ramo de petunias que depositaría cada domingo en el cementerio, mientras por el rabillo del ojo observaba el efecto que todavía causaba la admiración por su figura.

El siempre la había engañado, desde el primer día y con cualquier cosa que llevara puesta una falda. No tenía el menor sentido de la decencia, ni tampoco de la elección. Al principio, se sintió humillada, hasta que le conoció mejor, se dio cuenta de que no valía ni su sentido de la humillación, y decidió ignorarle.

Antes de que su matrimonio naufragara, el le dio pruebas de su extrema torpeza para las relaciones eróticas. No sabía adivinar, pese a sus señales explícitas, su disponibilidad para el amor. A veces, intentaba abordarla después de un día agotador de trabajo. Cuando, raras veces, coincidían, el se comportaba de un modo repetitivo y vulgar, sin ningún gesto tierno o creativo que le hiciera abandonar la sensación, siquiera temporalmente, de que dormía con un muermo.

Lovelace dudaba, pues, entre la desaparición súbita como un fogonazo, de aquella molestia que le parecía haber soportado demasiado tiempo y la utilización de su sepultura como lugar de encuentro, cuando entró Murder procedente de la sala del difunto, terminado su trabajo de acomodación, y le dirigió una mirada cortés pero interrogativa, demandando el resultado de su decisión.

Entonces, Lovelace miró hacia la calle y vio en la parada del bus de Charing Cross al guapo rumano vecino de al lado, viudo reciente, con un mínimo ramo de margaritas en la mano, mirando hacia su ventana. Contestó a Murder, sin sombra de duda, --Inhumación con piedra y esmalte en la sepultura, pero tiene que ser en Charing Cross.”

Poco después de recibir la carta, un email de Lovelace me confirmó su boda con el rumano.

(Fragmento de “Marc el desmemoriado” 2003/2004.)

Lohengrin. 12-12-07.

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