jueves, 20 de diciembre de 2007

MARRAKECH

-"Los problemas empezaron cuando llegamos a Fez. Una medina habitada por doscientas cincuenta mil personas. La mayor medina del norte de África. Un laberinto de callejuelas inextricables, imposible de visitar sin un guía experto. Marc estaba empeñado en que no necesitábamos guía. Había leído un par de libros, uno de Naguib Mahfuz y otro de Tajar Ben Jelloun, y ya se creía que era Lorenzo de Arabia.

--Pero, antes de eso, estuvimos en Tetuán y Larache. En Tetuán estuvimos en un hotel, guau, de un lujo asiático. Pisabas las alfombras y te quedabas allí hundida, que te tenían que ayudar para sacarte de esa delicia mullida, y en Larache nos dieron un té a la menta, salvaje, oiga. Un vaso de vidrio lleno hasta arriba de té y hojas de menta, que aquello nos dio un chute que no te quiero ni contar, que a Marc solo le faltaba la excitación de la teína, luego, claro, tuvo esa bronca estúpida con el marido de Rosa por el asunto del guía y ya no volvieron a hablarse en todo el viaje. En fin, Rosa y yo decidimos ignorarlos, a los gilipollas de nuestros maridos, y disfrutar del viaje. Ya que estábamos allí.

--Los dos capullos venían detrás nuestro, cada uno por su lado, con las chilabas puestas y hasta un fez que se compraron, y Marc llevaba en el hombro a Abdulla, el pobrecito camaleón aquel, todo pintado, como si fuera la pantera rosa. Se lo dije, no lo compres, hombre, deja al pobre animal. Pero nada, si no lo compra, revienta, que falta de sensibilidad con los animales. Cuando volvimos a la península –entonces no miraban eso de los pobres bichos, si no, nos meten en el trullo por tráfico de especies protegidas-el pobre Abdulla se murió a los quince días.

--La medina de Fez era como el mercadillo de los lunes en Ruzafa, pero a lo bestia. Cientos y cientos de callejuelas y plazas llenas de puestos que visitamos con una minuciosidad demorada, con guía, naturalmente, no dejamos que Marc se saliera con la suya. De haberlo consentido, todavía estaríamos allí sin encontrar la puerta de salida. Puestos de medio metro, todos con el retrato de Hassan bien visible, cada uno distinto de los demás. Había uno que me llamó la atención, por la pinta que tenía el tío de proxeneta hortera, con aquella camisa roja y un cadenón de oro así de gordo, igualito que un macarra argelino que vi una vez por Pigall, haciendo de portero en una sala de strip tease, --Pasen, señores, pasen, musshassos y musshassas.

--En el zoco de las especias, los aromas eran muy intensos y los viejos comerciantes hacían sus trapicheos alrededor de los sacos de esas preciosas sustancias, en un patio interior discretamente separado de la algarabía de las calles. A Llop, el marido de Rosa, el lugar le gustó tanto, que tomó un rápido apunte –como dos horas estuvo el tío, que también era un pesado, mientras a Marc se le ponían los ojos de un amarillo siniestro—y luego lo convirtió en un cuadro que nunca ha querido vender, seguramente para que le recordara que jamás debía volver a viajar con un compañero como Marc.

--La medina de Fez resultó ser un viaje por el tiempo. Un paseo por el siglo dieciséis, que decía Marc, siempre tan pedantón. Pero también por la España de los cincuenta, con esas mulas cargadas de sacos de harina y haces de leña, igualitas que la jaca del lechero que le dio a Marc, cuando aun era un niño, una coz en la cabeza, que yo creo que lo suyo, su fragilidad mental, le viene desde entonces, de aquel accidente infantil, por andar siempre enganchado en aquellos carros que transportaban troncos o bocoyes de vino, o robando zanahorias a los huertanos que las transportaban al mercado, mientras, de paso, recogían la basura.

--Apenas había basura, entonces, en Heliópolis, solo restos orgánicos y ni un maldito envase, todo a granel. Como en Fez, ahora, que los críos te rodeaban para hacerse con el plástico del agua mineral, como si fuera un tesoro, para llenarlo con las compras de líquidos a granel que todavía realizan en sus casas. Todo reciclado, si. Me encantó el zoco de las telas, con aquellos colores tan vivos, tintes naturales, que las madejas de lana colgaban en las fachadas con unos amarillos tremendos, brillantes. Rojos y azules de una limpidez extraordinaria, colores puros, estallando contra la blancura encalada de las casas.

--Y el carnicero aquel, con su pie desnudo descansando en el tocón de cortar la carne, con un aire reflexivo y ausente, y los corderos colgando, indiferentes al bullir incesante del mercado que se derramaba, como un río de múltiples afluentes, por las soleadas calles de la medina.

--Cuando terminamos la visita a la medina, salimos por la puerta del viernes, no sin antes curiosear un poco por las medersas, las escuelas coránicas que entonces no estaban tan agitadas como ahora, en plena campaña de lucha contra el infiel.

--En Marrakech las cosas eran diferentes. Allí el ambiente era, como decirlo, mas distendido, alejado del control religioso que se cernía sobre las noches de Fez, con el muecín llamando a los fieles a la oración, de viva voz, no como en otros lugares donde la llamada a la plegaria era grabada y chirriaba desde los altavoces con unos tonos agudos, distorsionados. En Fez, sobrecogía el canto del muecín, en la oscura madrugada de la ciudad dormida.

--Nada de asnos, en Marrakech. Allí, el vehículo por excelencia era la bicicleta. Unos cientos de kilómetros y habíamos avanzado varios siglos. Un hotel con piscina. Nos tirábamos en las hamacas y el chaval del hotel venía enseguida con la jarra de té a la menta. Allí estuvimos tan ricamente, hasta que fuimos a visitar Yemma elf na, ese lugar tan bien contado por Goytisolo, que le voy a decir que usted no sepa. Solo que cuando Marc se empeñó en hacerme la foto esa, en el encantador de serpientes, con ese animal viscoso y gordo, de colorines, deslizándose sinuoso sobre mis hombros, yo, la verdad, le hubiera dado una patada en los huevos al Marc que, además, el tío, es de un lento para darle al disparador… “Quieta, no te muevas, espera que te enfoque bien.” –Porqué no te pones tu, capullo, con el bicho este, y yo te hago la foto, eh?

--La fiesta que nos dieron en el palmeral, estuvo mejor. Allí, subida encima del camello, estaba incómoda, la verdad, pero mucho mejor que con la serpiente. Como vas a comparar. El cuscús muy rico, y el tashin,--un cordero asado lentamente, servido con ciruelas y almendras en un cono de cerámica-- sensacional, además, con vino tinto y todo. Oiga, muy bien lo de Marrakech, quitado lo del reptil, claro.

--Antes de abandonar la ciudad, subimos a un cafetín de los que están en las terrazas de las casas que dan a la plaza y masticamos un zumo de naranja marroquí con toda su pulpa y por la tarde, probamos el lush, una bebida refrescante a base de leche y almendra molida, que nos reconfortó del cansancio inherente a la actividad viajera, el trabajo mas fatigoso que se pueda imaginar, digan lo que digan. De los mercaderes de dientes no le cuento nada, creo que lo he citado en otra parte.

--Al día siguiente estuvimos en Meknes, una ciudad fortificada muy bien conservada, con unos establos reales de unas dimensiones que me recordaron las de Caracalla. Cincuenta grados a la sombra –era septiembre. Nos refugiamos en un comercio de alfombras. No se si sería por el calor, o por el brebaje que nos dieron, pero la cabeza comenzó a darme vueltas y tuve unas visiones muy raras. Me vi saliendo por la ventana, montada en una alfombra que volaba a gran velocidad. A mis pies veía los morabitos, adonde se refugian los hombres santos buscando la serenidad de su espíritu. Volaba por encima del Atlas medio y veía a las mujeres marroquíes con sus coloridos vestidos, lavando en las ribera de los ríos, sobrevolaba los bosques de cedros y veía a los pescadores de cangrejos en los arroyuelos medio ocultos por la masa forestal. El país era verde, yo no me había percatado, en las visitas urbanas a ras del suelo, de que era verde. En los suburbios de las ciudades, en mi vuelo rasante veía casuchas inmundas que parecían haber sido ocultadas a los ojos de los viajeros y que ahora, sentada sobre la alfombra, aparecían en toda su miserable realidad.

--Volé sobre Volúbilis, un enclave de origen romano, antigua capital administrativa, con unos mosaicos que brillaban al sol desde las alturas con sus colores originales. El clima seco es lo mejor para las piedras. Están como el primer día. Pero yo me estoy mareando, con este calor y la velocidad del vuelo. –Mira, allí está Casablanca. El supuesto bar de Rick, con el piano y todo. –Tócala, Sam. El palacio real de Rabat. Ese estanque enorme, rectangular. A ver si puedo, en vuelo rasante, pillar un poco de agua para mojarme las sienes, creo que me estoy mareando.

“Mójele las sienes, a ver si vuelve en si” ..”Es que, con este calor, claro, se ha mareado”

--Cuando volvimos al hotel, me di un baño de agua fría. Por la noche, me tomé un copazo de ginebra y zumo de limón, y nos fuimos a la discoteca.

--¿Volvieron a viajar juntos, usted y Marc?

--Después de lo de la serpiente, la verdad, ya no he tenido ganas de volver a intentarlo. Hemos vuelto a viajar, pero lo hicimos por separado.

--Hágame un resúmen.

--Hemos tenido juntos, Marc y yo, una experiencia larga y complicada. A veces precaria. Otras veces serena. En ocasiones, hemos rozado la tragedia. Hemos plantado un par de árboles, tuvimos tres hijos, y hemos escrito, juntos, el libro de nuestra vida. Cuando veo en el espejo mi piel castigada por el tiempo, me dan escalofríos. Marc siempre dice que las arrugas son medallas al mérito de haber vivido. Que quiere que le diga, para mi no es un consuelo, en fin. Aun follamos. Una vez al año, por San Valentín.

--Gracias por haberme concedido esta entrevista. Ha sido muy amable.

--Oiga, esto no se publicará en Internet, ¿verdad?

--No sin su autorización. Solo en ámbitos muy restringidos.

--Ya puede cumplir lo que dice, porque si no lo hace, le voy a meter un paquete que se van a enterar, usted y sus círculos restringidos. Yo es que, ya lo sabe usted, soy muy discreta y estas cosas, como que me dan apuro".

(Fragmento de “Marc el desmemoriado” 2003/2004)

Lohengrin. 20-12-07.

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