martes, 25 de diciembre de 2007

VEINTIÚN GRAMOS

“Con esto de la memoria literaria pasa que, es tan automática, que cada cinco páginas vas dejando rastro de ella, sin enterarte. En el tono informal y puntualmente sarcástico recoges, sin querer, rastros del estilo de moda en la narrativa reciente, incluidos los toques escatológicos de rigor. La relectura de Octavio Paz te lleva, sin mencionarlo, a utilizar una metáfora suya. Te apropias de un titular de El País, casi sin proponértelo, o de un editorial de Libre Pensamiento, por no mencionar el espacio desértico de Buzzati, y todo sin darte cuenta.

La celdilla de la memoria literaria tiene una propiedad especial, la elasticidad. Se estira y se encoge según el uso que se hace de ella. La mía está algo encogida. Tuvo un volumen mayor, pero el paso del tiempo la ha empequeñecido, sin embargo, algunas citas, autores y personajes resisten la tendencia al olvido de esos recuerdos. Aún visualizo el paseo de Leopold Bloom por Dublín, con un riñón de cerdo en su bolsillo. La paja que se hace mientras observa a una joven lisiada, y veo a Buck Malligan afeitándose dentro del torreón de la playa de Sandycove. Veo el cuerpo de Virginia Wolf, sumergido entre dos aguas, en las veinte primeras y mejores páginas del libro de M. Cunningham , ese autor premiado con el Pulitzer por el libro que aparece, en escorzo, como un objeto mas del atrezzo, en una película de Almodóvar. Y no he dejado de relacionarme con Günter Grass desde que, hace décadas, dejó impresa en mi memoria aquella fábula suya del pez, el aya tritetuda y la sémola de esteba, que arranca en la Silesia del neolítico y termina en los astilleros de Gandsk, en la Polonia del siglo XX.

Hay tres escritores que ocupan un espacio selecto en el recinto de la celdilla de mi memoria literaria. Dylan Thomas y su novela inacabada. Kennedy Tool y su única novela y Juan Rulfo con sus muertos entrañables. Hay otros, que entran y salen de ese recinto, según el tiempo que hace. Capote, Whitman y Céline, a veces salen a tomar el sol, para broncearse. En los días nublados, regresan.

La memoria literaria es como el triceps. Al ejercitarla aumenta su volumen. En cuanto a los poetas, al rascar un poco la capa de moho aparecen, Jorge Guillén –Mármara mar maramar –El tiempo es lujo y va muy lento, Paul Válery –la mer, la mer, toujours recommencé, el encanto surrealista de Miguel Labordeta, --mi mujer que relincha en la caja de cerillas, el socorrido Neruda de todo el mundo. También tengo memoria de los que aún no he leído, como Brines o José Hierro, y de los que me han dejado poca huella, como Alberti y Lorca, tan desgastados por el uso público inmoderado que se ha hecho de ellos.

Los lomos blancos de la colección que guardo en los estantes incluyen, en lugar preferente, libros de Hemingway, Borges, Cortázar, Mann y Bulgákov, entre otros autores escogidos, y conservo memoria de las películas de cine negro cuya escritura cinematográfica se atribuye a Raimond Chandler y Dasiel Hammet.

Ayer fui al cine, a ver un par de películas en la única sala que aún queda viva en mi barrio. Verónica Guerin y Veintiún gramos. La de Verónica es una historia ejemplar de una periodista crédula y luchadora que se deja la piel, en el Dublín de la época mas dura de conflictos nacionalistas y enfrentamientos entre comunidades. En el fragor de su cruzada contra los narcotraficantes que sacan tajada de esa violencia, Verónica visita a un diputado para pedir su ayuda contra esa lacra pública y reclama medidas legislativas contra quienes exhiben, con impudicia, sus fortunas amasadas con rapidez sobre la sangre de los jóvenes irlandeses. Hasta que no le pegan cuatro tiros a Verónica y la injusticia pública trasciende a la opinión pública, por la presión de los medios provocada por la muerte de la periodista y la respuesta ciudadana en la calle, los políticos irlandeses no se sienten concernidos y no toman medidas para atajar el problema. Esta historia es ejemplar, no porque muestre un sacrificio personal a favor de una causa justa, sino porque refleja perfectamente el modo en que los políticos actúan cuando se trata de tomar decisiones que nos afectan, o cuando deciden no tomarlas.

Eso los de allí. A los de aquí, en su momento, les importó un carajo que medio país saliera a la calle a protestar contra una guerra injusta. Este sigue siendo un país de mitades, si no rebasas ese límite preciso, te encuentras en el lado de los no escuchados, denuncias una injusticia pública, pero no te toman en cuenta como opinión pública. Solo después de contar numerosos cadáveres, alguien acabó por tomar medidas para afrontar el problema. Igualito que en Verónica Guerin.

Son numerosas las películas americanas que insisten en un tratamiento edulcorado y artificioso de lo sobrenatural, con un fondo seudo religioso, donde multitud de personajes, en general jóvenes y guapos, abandonan el mundo real para reaparecer, transfigurados con esa luz cinematográfica que les ponen para acondicionarlos mediante el aura celestial a su nuevo hábitat.

Veintiún gramos vuelve sobre la misma historia, la supervivencia del espíritu sobre la vileza de la carne pero esta vez, con un criterio aparentemente biológico, como más científico, se centra en el momento del tránsito, con el argumento de que ese soplo divino que nos habita tiene peso corporal y que su ausencia, cuando nos abandona, es perfectamente mensurable. Basta con pesar al sujeto, antes y después del tránsito, para obtener la prueba definitiva de su inmortalidad.

Lo único que no está claro, es donde reside esa mínima porción espiritual tan discretamente camuflada entre las vísceras de los vivos.

Propongo la vejiga. Es una propuesta tan válida como cualquier otra. No es difícil imaginar la reacción de pánico desencadenada por el convencimiento de que estás a punto de emprender un viaje incierto hacia ninguna parte. Esa angustia te provocará una incontinencia aguda de la micción, que se materializará en el preciso momento del tránsito celestial y el líquido que se te escapa manchará la sábana de tu sudario.

Si los forenses que destripan todos los días los cadáveres víctimas de la violencia cotidiana se tomaran la molestia de pesar, antes y después de ese tránsito, el receptáculo de nuestra orina, podrían encontrarse con la sorpresa de que la diferencia de peso de esa menudencia es, exactamente, veintiún gramos.”

(Fragmento de “Marc el desmemoriado” 2003/2004. Versión revisada 2007)

Lohengrin. 25-12-07.

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