miércoles, 4 de junio de 2008

EL ÁRBOL

"Tengo quinientos años y lo he visto todo. He visto a los humanos jurarse amor eterno y dejar huella de su propósito en mi rugosa corteza, que cubre los círculos concéntricos que el paso de los siglos deja en mi interior, y romper su juramento apenas tres primaveras después. He visto acordar solemnes tratados de paz después de crueles batallas libradas en estos campos regados con sangre inocente, que apenas han durado lo que una generación de esas frágiles criaturas que se mueren enseguida, sin tiempo para aprender las cosas fundamentales, debido a lo efímero de su existencia.


Durante un tiempo se instaló bajo mi sombra frondosa un predicador, un visionario, un hombre en apariencia santo y justo, que reunía a su alrededor a una muchedumbre ansiosa de escuchar sus sabios consejos, su discurso altruista, su crítica implacable a la injusticia de los poderosos, hasta que una tarde un enviado de la corte vertió en su oído una generosa oferta del tirano para que fuera a vivir a palacio con el empleo de preceptor de sus hijos, y de nuevo me quedé solo, reflexionando sobre lo poco de fiar que son esas criaturas tan volubles y maleables.


He visto nacer y morir imperios en Europa, mientras mi tronco se ensanchaba hasta alcanzar unas dimensiones que solo pueden abarcar diez hombres tomados de la mano con sus brazos extendidos, y puedo afirmar, desde la experiencia contemplativa inherente a mi ser vegetal, que hay una sola pasión humana capaz de crear esos imperios, la ambición, y que es la decadencia, ese inevitable final de cualquier creación de los hombres, marcada por su breve existencia, la que los destruye.


También he observado que los imperios pasan, pero nosotros, los seres vegetales de largo alcance, sobrevivimos, vigilantes en la observación, una y otra vez, de los errores humanos, que siempre son iguales, generación tras generación, aunque sean distintos. Que lo que los humanos llaman progreso, son en realidad breves paréntesis, espejismos temporales entre distintas etapas que se reconocen por la recurrencia de las mismas debilidades, los mismos errores, las mismas desigualdades, --los hombres no son iguales, otra cosa es que traten de dotarse de iguales derechos-- mientras nosotros permanecemos inmutables, alcanzada la perfección budista del silencio, y solo nuestra apariencia cambia, siguiendo los ciclos estacionales, pero conservamos en nuestro interior la inmutabilidad biológica, tan parecida a la inmortalidad, que nos da un punto de vista distante y ecuánime para juzgar lo que transcurre a nuestro alrededor.


Nunca he comprendido que, cuando un humano pierde su capacidad de razonar, de reconocer su entorno, de discernir y recordar, digan que se ha convertido en un vegetal, como si lo vegetal fuera una forma inferior de la existencia, siendo como somos nosotros, los árboles, las criaturas primigenias generadoras de la vida, ya que sin nuestra incesante labor productora de ese gas imprescindible para la vida, el oxigeno, ninguna vida animal se habría originado en el planeta.


Tal vez, en eso, nos hemos equivocado. Cómo íbamos a suponer que esas frágiles criaturas cuya vida hemos engendrado nos devolverían ese favor extendiendo la tecnología nuclear, talando selvas y degradando la vida natural hasta el punto en que lo han hecho. En este hecho hemos de reconocer nuestros propios límites, y es que ni siquiera nosotros, seres contemplativos, que pretendemos alcanzar casi una forma de perfección a través del silencio, estamos a salvo del error.


Lo que nos lleva al espinoso tema de los límites de la vida, de cualquier forma de vida. Dado que todos, animales, vegetales, entornos geológicos, estamos inmersos en un proceso dinámico, también nosotros, grandes árboles milenarios, en medio de nuestra aparente permanencia, cambiamos y nos movemos en la dirección de nuestros propios límites.


Pero en este día luminoso de Junio, después de haber gozado de una de las primaveras mas lluviosas del siglo, con las raíces mas hinchadas que nunca, las hojas mas robustas y brillantes y esta sensación de vitalidad vegetal que promete otros quinientos años de vida, no me voy a poner exigente con este chalado del Blog que tanto me recuerda al predicador altruista que se instaló bajo mi sombra y acabó aceptando el empleo de preceptor en el palacio del tirano. Humanos. Son frágiles, se mueren enseguida, no tienen tiempo de aprender nada, pero, a veces, son divertidos, distraen mi soledad."


Lohengrin. 4-06-08.


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