jueves, 19 de junio de 2008

EL TRANSATLÁNTICO

En medio de la bruma, el enorme y majestuoso casco de acero del mayor transatlántico que se había construído nunca, seguía su rumbo imperturable en aguas del Atlántico norte. Sus orgullosos armadores, seguros de la condición indestructible de su navío, habían invitado a su viaje inaugural a un gran número de personalidades, artistas, músicos, financieros, toda la elite glamurosa de aquellos tiempos se había embarcado en la aventura del Titanic, en un alarde de confianza en el progreso.


El progreso, como nos enseña la historia, no sigue una línea continua, ascendente, sino que es un intervalo, mas o menos corto, entre épocas donde lo que predomina es la miseria y la desolación colectiva, aunque, ni en uno ni en otros intervalos, el progreso alcanza a todos, ni la desolación se extiende a todo el mundo. La mayoría de la élite confiada que navegó en el Titanic, acabó alimentando a los peces, después de que el buque indestructible, orgullo de unas minorías que creían en el progreso indefinido, chocara contra un iceberg.


Francisco Camps, Presidente de Heliópolis, gran artesano especialista en el tallado de su propio perfil de barón en medallas conmemorativas de congresos y otros eventos, nos propone ahora la metáfora colectiva del transatlántico como expresión de una sociedad de progreso de la que formamos parte, y con esa nueva ocurrencia no hace sino expresar su temeraria ignorancia de la historia, y sugerir que nos apuntemos a una travesía comandada por el, en un barco que hace agua por todas partes.


Cualquier inspector de calidad que revisara el casco de la Generalitat Valenciana que comanda Camps, recomendaría abstenerse de realizar travesía alguna en esa nave gastada, llena de grietas, que no soportaría el menor impacto con cualquier obstáculo que surgiera en la navegación.


Mas bien, antes de proponernos ese crucero, la nave de Camps debería someterse a una larga estadía en un astillero, para que le arreglen los déficit, las deudas, los agujeros de la carga financiera por donde se pierden a chorros los recursos, y un equipo de navegantes debería proponer un nuevo rumbo, una ruta exenta de lugares exóticos y desconocidos, como la de un buque hospital encargado de atender las muchos deficiencias que han dejado tras de si diez años de políticas de circo y eventos goebbelianos.


En lugar de ese acto de necesaria humildad, nuestro capitán orate, como un héroe trágico de Melville, nos propone que le sigamos a las profundidades, tras la mítica ballena, sin corregir el rumbo de los excesos, y nos hundamos con el, con su gran transatlántico metáforico, en cuyo casco aparece su perfil tallado de barón persiguiendo el éxito sin mirar atrás.


He consultado al oráculo, y me ha contestado que no falta mucho tiempo para que Camps se hunda con toda su tripulación en el cenagal preparado por sus propios actos políticos. Cuando eso suceda, no me permitiré hacer leña del árbol caído. Me limitaré a entonar un canto melancólico por el heroico marino que Camps habría querido ser, a lo que renunció cuando decidió convertirse en un simple político. Un político nunca llega a alcanzar la grandeza de un héroe de Melville, aunque nos proponga hundirnos con el en un gran transatlántico.


Lo primero que veremos cuando tal cosa esté a punto de suceder, es una numerosa formación de ratas intentando abandonar las primeras el barco del partido popular en Heliópolis, tal como ha hecho Zaplana al percibir los olores putrefactos que comenzaba a exhalar la política nacional de su partido.


Lohengrin. 19-06-08.

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