El tiempo me ha convertido en una persona algo sedentaria, sin obligaciones laborales, solo pendiente de los hobbies y aficiones que yo mismo me he inventado, por lo que no me he sentido presionado para ir corriendo a las gasolineras a llenar el depósito, por la ausencia de obligaciones que requieran desplazarse y porque soy de poco comer, y con cuatro paquetes de pasta que tenía en la despensa y algo de congelado, me arreglo la tira de tiempo.
Hambre, lo que se dice hambre, creo que solo pasé cuando era un bebé, en los primeros años cuarenta, pero entiendo que quienes tienen una familia numerosa en casa y, sobre todo, las abuelas/os, que tienen memoria histórica de la escasez, se hallan lanzado como posesos a acumular alimentos, como en la época del mercado negro, aquí llamado, estraperlo.
Comer todos los días, durante generaciones, sin etapas de escasez que afecten el normal crecimiento, es algo que deja huellas físicas en las personas. Lo entendí cabalmente el día que entró en el despacho de la empresa de exportación donde yo trabajaba en los noventa, un miembro de las castas angloandaluzas que viven con su título nobiliario en el sur, criando toros de lidia y envejeciendo brandy en barricas de roble francés.
El tipo medía dos palmos mas que cualquiera de nosotros, los curritos, tenía un esqueleto aparentemente mas sólido, y su rostro lucía una coloración típica de las sagas aristocráticas que se han criado en el campo, sin pasar privaciones, en los cortijos o palacios, sean andaluces, escoceses, borbónicos o búlgaros, cuyos retoños nunca han tenido que partirse la cara en la cola de los supermercados para alcanzar los anaqueles medio vacíos.
Creo que solo me partiría la cara en la cola del supermercado si en sus anaqueles, en lugar de comida, ofrecieran tiempo, que es de lo que ando mas escaso, dada la cantidad de ese bien que ya he consumido y la imposibilidad de reponerlo para su uso futuro.
Pero este paisaje terrestre que habitamos todos, abandonada la ilusión lunar a la que Millás alude en tono lírico, no tiene los mismos perfiles para todos. Mientras tomaba café en el Maravillas he comprobado que algunos trabajadores de la construcción no tienen hoy jornal por falta de materiales, y es del dominio público que algunas empresas azulejeras y de automocíón, han aprovechado este aterrizaje brusco de la nave lunar que nos ha conducido a la realidad, para parar la producción y obtener así las ayudas públicas que mejoren sus cuentas de resultados.
En lo que me concierne, como unos amigos vienen a cenar esta noche a casa, y otros han insistido
en que vaya a su casa de Moraira mañana, me he visto obligado a salir a buscar comida y combustible. La gasolinera estaba vacía de clientes. Todos habían pasado ya por allí, en días anteriores, para llenar el depósito. Había gasolina. También gasoleo, eso sí, a un euro con treinta el litro. En Mercadona, he comprado unos ahumados, un rulo de queso para gratinar, una bolsa de pan a la brasa, y seis cervezas especiales Mahu. Total diez euros.
Mientras volvía, he mirado el paisaje, parecía un día normal, salvo la presencia de la patrulla de policía que vigilaba la gasolinera, pero la luna no estaba en el horizonte.
He comprado El País, mas que nada por el artículo de Millás. Allí me he enterado de lo de la jornada de 65 horas impulsada por los burócratas de Bruselas, del endurecimiento penal que propugna Gordon Brown , y he visto en la primera una foto del puerto de Heliópolis con media docena de antidisturbios con los brazos en jarras, que parecían guerreros galácticos.
Creo que Millás tiene razón, una cosa es la crisis, y otra cosa es el regreso a la realidad después de haber estado a punto de tocar la luna. En esta mañana luminosa de verano, una suave brisa fresca entra por la ventana, pero la luna no está. Tal vez, nunca estuvo, fue solo una ilusión, como la fricción con la atmósfera al regresar a una realidad que, en el fondo, nunca hemos abandonado.
Lohengrin. 13-06-08.
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