lunes, 10 de noviembre de 2008

FIN DE SEMANA

Las copas de los árboles están firmemente asentadas en el suelo, mientras que sus raíces, desnudas, se elevan hacia el cielo, mas luminoso que nunca en esta cálida mañana de noviembre. Las matas de romero, de tomillo y ajedrea, junto a arbustos y matorrales levitan, liberadas de su anclaje natural a la tierra del monte, a un metro de altura y, de vez en cuando, nubes formadas por conglomerados de hongos, empujadas por una ligera brisa, proyectan su sombra sobre la claridad del camino forestal, que sigue en su sitio, junto a la valla que un desalmado ha instalado cerrando mas de una decena de kilómetros de sierra.

Níscalos, setas de cardo, amanitas de todas las variedades, colmenillas, champiñones, ejemplares pequeños de hongos que, por su inmadurez, dificultan su identificación, setas con un color amarillento que parecen expresar con su aspecto la idea de precaución, acompañadas de raros ejemplares que no había visto nunca, junto a líneas horizontales de limo y delgadas láminas rocosas coloreadas por el verdín, flotan formando los cúmulos nubosos que, solo de vez en cuando, oscurecen el sol.

Todo empezó cuando, el segundo día de nuestra estancia en la casa de la sierra, subimos al monte a curiosear un poco. Encontré tres hermosos champiñones, de una blancura nívea y un tamaño mas que regular, escondidos debajo de los restos de un viejo tronco. A pesar de que estaba seguro de que eran champiñones –tenían su misma morfología y color-- ante la insistencia de mi mujer, me puse un trozo en la boca, para confirmarlo, y al parecer, el mínimo fragmento que comí tenía tal potencia alucinógena que me ha producido una alteración de la percepción. No eran champiñones.

Cuando llegamos el sábado al refugio de la sierra, el aire translúcido de la montaña ofrecía una mañana luminosa, poblada de aromas vegetales, a tierra mojada y árboles todavía con la humedad de las recientes lluvias, y esa respiración vegetal, agitada por el calor solar, casi era tangible, como las huellas de los cochinos que habían olisqueado debajo de las encinas, buscando sus golosinas. Todo parecía normal.

Al poco tiempo, un tráfico desacostumbrado de vehículos comenzó a circular por el camino forestal que hay delante de la casa, trasladando a decenas de buscadores de níscalos que se dirigían a la vertiente mas umbría del cercano monte, que aún permanece libre del vallado.

Nosotros no fuimos al monte ayer, preferimos una jornada sedentaria, aderezada con el estimulante aroma del café, frente a la chimena encendida. Esta mañana, antes de probar el hongo, hemos dado un paseo de seis kilómetros por el camino que atraviesa como un tajo buena parte de la sierra, junto a la vertiente del monte que da al norte, aventurándonos de vez en cuando entre los rincones mas frondosos y húmedos, y hemos comprobado la falta de cuidado con la que los niscaleros tratan el suelo forestal.

No se limitan a meter la navaja y cortar los hongos por el pie, sino que realizan una espectacular destroza en los lugares donde antes hubo hongos y ahora no quedan ni las raíces, dejando los calveros que caen en sus manos arrasados, un paisaje lleno de socavones, como si hubiera sido bombardeado, sin posibilidad de que los hongos vuelvan a rebrotar. Una explotación destructiva de los frutos que ofrece el bosque.

No sé si todavía me queda algún resto del efecto alucinógeno del hongo que probé ayer, pero al regresar de mi retiro rural, las primeras imágenes que he visto en la tele son las de un grupo de ortodoxos armenios a hostia limpia contra los griegos ortodoxos en una iglesia de Jerusalén.

La visión de ese degradante espectáculo, junto a la observación del modo en que los buscadores de níscalos tratan el monte, me han llevado a la misma conclusión sobre la naturaleza humana. Al parecer, dentro del animal humano, capaz de crear las mas sublimes y sensibles manifestaciones artísticas, o de tener una conducta, en ocasiones, generosa y altruista, habita una terrible capacidad destructiva que, cuando aflora es, verdaderamente, muy peligrosa. Ya se que es algo obvio, pero morder el falso champiñón ha producido en mi el efecto de que vea esa radical ambivalencia de lo humano con mayor claridad.

No voy a dar pistas del lugar que he visitado. Aún así, está siendo ya demasiado frecuentado, con lo que su aforo está dejando de ser limitado. Espero que sea algo temporal, vinculado a la afición micológica y que las cosas regresen a la normalidad, los árboles vuelvan a estar afianzados a la tierra con sus raíces, los romeros no leviten, y las nubes de hongos sean disueltas por el viento de poniente, hasta la próxima temporada.

LOHENGRIN. (CIBERLOHENGRIN.COM) 10-11-08..

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