El trayecto hasta Xàbia fue un rápido paseo por la A7. Al llegar, parecían estar esperando los pollos de las gaviotas posados sobre las chimeneas de un edificio de tres plantas, idéntico al que nos iba a acoger durante cuatro días, y Sacha, la perra de nuestros anfitriones , nos recibió con sonoros ladridos y un alegre meneo de cola.
(...)
Salimos a la terraza. Varios grupos de palmeras flanqueaban las formas opulentas de la piscina, rodeada por un césped recién cortado. En las esquinas del jardín rectangular que rodea la piscina, arbustos de retama ponen una nota de color. Al elevar la vista, el lomo del cabo de San Antonio, con las villas reclinadas en sus laderas, es la vecindad mas cercana.
Por las noches, las luces itinerantes del faro del cabo alumbran los caminos de la mar a improbables navegantes nocturnos, mientras en la radio una emisora inglesa emite para los guiris música americana de los años treinta.
La suave brisa que llega del cercano mar es una caricia de una sensualidad voluptuosa, la sensación de que las yemas de tus dedos se deslizan sobre una espalda de mujer, y la punta de la lengua humedece la piel de cada una de sus vértebras.
Es Xàbia. Estamos aquí por la cara, bueno, por una amistad compartida con atenciones recíprocas y este es el primer día de nuestra estancia que se revela placentera, dionisíaca. Bajamos a la piscina, yo con una camiseta pintada con un paisaje de las Maldivas, y, después del baño, subo al apartamento, entro en la cocina, levanto la tapa de un puchero y el aroma marinero de un arroz con calamares anuncia la perfección de este primer día. Todo es de puta madre.
GRIS. El segundo día en Xàbia transcurre bajo el imperio de los grises de un cielo cubierto que mantiene la temperatura en unos confortables veintiséis grados, en contraste con los cuarenta que dicen que dominan por el Valle del Guadalquivir.
El paseo matinal hasta Cala Blanca transcurre junto a un mar bravo, que revienta frente a las rocas de la orilla. Hace apenas unas horas, reflejaba el muro de la escollera del puerto como un puto espejo inmóvil. El mar es así de imprevisible.
El mirlo de oscuro plumaje que vive en el olivo centenario, junto a la piscina, permanece ajeno a nuestras idas y venidas, salidas y regresos. Solo se muestra a la vista cuando le apetece, en una clara afirmación de independencia aviar, ajena al devenir de los humanos.
Regresamos de Cala Blanca caminando por la carretera flanqueada por los arbustos de adelfas que, en algunos jardines, lucen un rojo escarlata tan intenso como el de las buganvillas. Después de comer, cedemos a la somnolencia de la siesta, mientras por la ventana del dormitorio se cuela el sonido de los surtidores de agua de una fuente ornamental, que le da a la tarde un aire de jardín de los Omeya.
Esta mañana, las celebraciones de San Juan rompieron la cortina de silencio. Durante una hora, el estruendo de la pólvora de los barrios festivos se introdujo, de modo intermitente, en todas partes, ante al pánico de Sacha, la perrita de nuestros anfitriones, que no soporta esa orgía ruidosa, pero, ahora, cuando escribo estas líneas, el único sonido audible es el canto del mirlo, y la única sensación táctil, la caricia suave de la brisa marina.
EL SOL, por fin salió en la tarde de ayer y la playa del Arenal estuvo enormemente concurrida cuando paseamos por ella ya cercana la hora del crepúsculo. Los restaurantes, los bares de tapas, los comercios y los tenderetes del mercadillo donde un vendedor imaginativo ofrece amuletos que facilitan el tránsito doméstico de los espíritus favorables y expulsan a los dañinos, se encontraban repletos de gentes, y por el paseo que divide la playa y la zona comercial se mueve una multitud abigarrada, como en plena temporada. Ancianos vestidos como jugadores de base ball,
decrépitos seductores de cabello blanco, acompañados de mujeres jóvenes de etnia oriental o caribeña, niños montados en mínimas motos eléctricas, y las muchachas verdes, amarillas, azules, en sus breves ropajes que las visten/desnudan, con sus morenos cuerpos salpicados de agua de mar, que cruzan el paseo para proveerse de una botella de Coca Cola o Seven Upp.
Esta mañana, un sol inclemente ha golpeado mis ojos al salir a la terraza. He vuelto a entrar en el interior del apartamento y sobre la mesa de café del salón hay un libro de Murakami. En la primera página lleva pegada una etiqueta que indica que es un préstamo de la Biblioteca Pública de Xàbia. Lo abro y, de una sentada, llego hasta la página 113, que trata de Unicornios.
AL TERCER DÍA resucitó del todo el tiempo anticiclónico y pasamos la mañana en la playa de la Grava. El oleaje ya declinante aún golpea con fuerza contra las rocas horadadas por siglos de erosión, desde que los navegantes de los trirremes se acercaron por aquí oteando la costa en busca de un lugar idóneo para ubicar una factoría de salazón capaz de elaborar las toneladas de Gárum, la salsa de pescado preferida por los patricios, para luego transportarla hasta las mesas romanas.
El aire yodado es aquí de una salinidad extrema y las algas en descomposición que arrastra la marea contribuyen a dar a su composición química un fuerte olor marinero.
Por la tarde, visitamos la villa vieja de Xàbia, que me sorprendió por el gran número de edificios palaciegos que conserva en excelente estado. Nos acercamos hasta
la iglesia gótica que está en la parte alta. Alguien abrió la puerta y se escuchó la lectura en valenciano de quien ayudaba al párroco. Decenas de casas solariegas, restauradas, flanquean las calles, algunas conservan su escudo heráldico. El Mercado Municipal está en un magnifico edificio que a mi me pareció renacentista, veneciano, pero el colega que me acompañaba afirma que reconoció mas la influencia árabe. A saber. Las fachadas de las casas adornadas con macetas, junto a la ausencia casi total de visitantes, que permitía hacer fotos con comodidad, dan a la tarde tranquila por la ausencia de viento y la confortable temperatura de 26º, un insólito
aspecto que parece corresponder a la lógica resaca después de celebradas las fiestas de San Juan.
Frente a la iglesia gótica, está la terraza del Palau, un lugar imprescindible para el descanso después de visitar el centro viejo. Ocupamos una mesa para cuatro pero, que lástima, no les queda tónica Schweppes, las juergas festivas han acabado con las existencias. Tomo una Nórdic que, no se porqué,siempre que la tomo, me parece que huele a animal muerto.
Luego del descanso, damos por terminada la jornada del sábado.
LA IGLESIA DEL ÚLTIMO DÍA. Titulo así el epílogo de esta crónica del viaje de cuatro días a Xàbia. No se porqué, siempre el último día de viaje, de cualquier viaje, el gusanillo de la ansiedad se me mete en el estómago y me hace notar su cosquilleo para que anticipe la vuelta. No es algo que pueda evitar. No soy un viajero tranquilo, flemático, capaz de prolongar hasta el último segundo el placer del viaje, por culpa de esa maldita ansiedad del regreso que me acucia siempre.
Tal vez sea herencia materna pues, su hermano, siempre decía de mi madre que había nacido un minuto tarde y nunca lo recuperó, para expresar su tendencia a la urgencia. También le pasaba a Sábato, por lo que he leído estos días, quien era capaz de decir, --Un vaso de vino, urgente.
Esa limitación, no me ha impedido disfrutar plenamente del cuarto día de estancia en Xábia, con una placentera jornada en la piscina de la urbanización donde nos han alojado nuestros queridos amigos y anfitriones que nos han tratado con tanta amabilidad, generosidad y cariño, que desde aquí les doy mis mas sinceras gracias por sus atenciones.
En fin. Esta es la breve crónica de nuestra estancia de 4 días en Xàbia. Espero que sirva para que, quienes aún no la conocen, la visiten.
LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 26-06-11.
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