miércoles, 27 de julio de 2011

TOKYO BLUES

Ayer estuve en el cine D'Or. Día del espectador. Dos películas por dos con cincuenta, un auténtico chollo, aunque la primera, ese western en el que sale Eduardo Noriega de vaquero no la vi, porque no me cuadraba el horario. Fui a ver la segunda, Tokyo Blues, con grandes expectativas, porque en mi reciente estancia en Xábia leí otro libro de Murakami, y tenía una gran curiosidad por conocer esta versión cinematográfica de su novela, publicada en 1.987, con el mismo título.

(...)
Cuando te dejas llevar por tus expectativas antes de ver una película, sueles sufrir una decepción, aunque, en este caso, solo ha sido media, pues el Tokyo que yo esperaba ver, un lugar nocturno, festivo, abierto veinticuatro horas, como N. York, lleno de jóvenes decadentes y sofisticados, algo parecido a lo que nos mostró 'Last Translation', no aparece por parte alguna. En cambio, la otra mitad del título, Blues, literalmente, tristeza melancólica, estuvo presente en toda la proyección, pues lo que nos cuentan son los años jóvenes de Murakami, marcados
por las pérdidas y el desamor.

La película arranca con la bucólica felicidad de Murakami, su joven amigo y su novia,
que comparten una amistad desde la infancia. Enseguida, el amigo se suicida, sin que sepamos porqué, enchufando una goma al tubo de escape del coche en un garaje, sellando herméticamente esa conexión, y quedándose en su interior a esperar el efecto del monóxido de carbono.

Esa dolorosa pérdida inicial, marcará los acontecimientos posteriores, que no son muchos, porque se trata de una película intimista, con la lentitud y la morosidad
propia de las historias que inciden, sobre todo, en las emociones y sentimientos de los personajes, y prescinden de cualquier trama argumental añadida.

Murakami aparece como un chico normal, que estudia y trabaja, se interesa por la literatura y por las chicas, hasta que reaparece en su vida la novia del amigo muerto, en un encuentro ocasional, en el que follan. Prefiero esa expresión, dada la edad y circunstancias de los personajes, antes que la edulcorada, hacen el amor.

La chica le dice a Murakami que no se ha recuperado de la pérdida de su novio, y que se va a una casa de reposo para intentar encontrar la salud perdida. A partir de ese momento, todo son idas y venidas de Murakami a la casa de reposo para ver a la muchacha de la que se enamora sin remedio, pero en cada visita, la chica está peor
y termina suicidándose también.

Quizás la mejor secuencia de la película es la toma aérea en la que Murakami aúlla de desesperación tras la muerte de su amada que, dicho sea de paso, por un trauma psicológico está incapacitada para el amor físico, que solo experimentó una vez, en el encuentro ocasional con Murakami, sin que nunca haya logrado después estar en disposición de hacerlo. Es enorme ese plano en el que se nos muestra al protagonista en un paisaje natural de increíble belleza, gritando al viento la tragedia de la pérdida.

La película abunda en mostrarnos localizaciones de espacios naturales impresionantes, pero lo hace como si estuviéramos viendo un álbum de postales. Hay que decir que el montaje de la película parece un poco chapucero, saltando de un plano a otro sin ningún nexo que los encadene, pero la lectura de Murakami ofrece
otra clave, pues alguna de sus novelas está escrita sin ninguna intención de linealidad. Su escritura parece un conjunto de estampas inconexas, pero solo a los ojos de un lector superficial. Es posible que se trate de un puzzle que una vez ordenado por lectores mas cuidadosos, alcance su pleno sentido. En este caso, el montaje algo abrupto de las imágenes, respondería a la intención de fidelidad al texto.

Lo que queda transparente es la intención del autor, trasladada a la película, de vincular la narración, de modo simbólico, a la idea de amor y muerte. Ya saben, eso que, dicho con pedantería, se expresa como Eros y Tánatos. Son frecuentes en el guión las alusiones explícitas al sexo, en el tono franco y vulgar que corresponde a la edad de los protagonistas, y no menos frecuentes son las escenas de sexo, no tan explícitas como el vocabulario que se emplea.

No comparto la asociación entre el sexo y la muerte, ni veo en el orgasmo ninguna
representación simbólica de la muerte. El sexo es vida. La muerte es la ausencia total, de sexo, de todo lo demás, de uno mismo. Ahora soy un seductor decrépito, pero una mujer con la que me acosté, hace aproximadamente un siglo, de la que guardo un recuerdo grato y afectuoso, me lo dijo, --Enrique, déjalo todo dentro... es vida.

En fin. Tokyo Blues. La pueden ver esta semana en el cine D'Or, por dos pavos y medio (si están jubilados). Un chollo. Y la de Noriega, de propina.

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 27-07-11.

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