domingo, 28 de octubre de 2007

HONGOS

He salido a buscar hongos en esta mañana de sábado que aquí, en las tierras interiores, es algo mas luminosa que en la costa. En la pendiente de la colina orientada al norte, partida por un camino forestal, me he metido por una senda que rodea una viña desnuda ya de frutos y al internarme en el pinar, allí cerca de un calvero, he visto un hongo de gran tamaño, de color dorado.

Aunque sabía que los hongos comestibles no suelen estar visibles, sino debajo de la pinocha, que hay que descubrir en los lugares donde presenta abultamientos que hacen suponer su presencia, un resto de la curiosidad infantil irresponsable que todavía me habita me ha empujado a introducirme en la boca una mínima porción de ese alimento dorado que tenía todo el aspecto de haber sido hecho para los dioses.

Después de ingerir ese trocito de hongo, al mirar a mi alrededor, los colores que habitualmente percibo cuando camino por ese monte habían cambiado. Las agujas de las coníferas que predominan allí ya no eran verdes, sino del mismo color del hongo que había estimulado mi curiosidad y que había catado. A los pies de los árboles había gran cantidad de hongos que antes no había visto, de un color rojo vivo, y los troncos de los árboles tenían el mismo color.

Las hojas caducas de las viñas que al subir ofrecían esos tonos dorados y púrpuras propios del aspecto declinante de la planta en octubre, ahora carecían de color, eran translúcidas y a través de su transparencia se veían volar infinidad de insectos cuyas alas estaban moteadas de vivos colores.

Curiosamente, las encinas, que en este monte disputan a los pinos su supremacía, no habían cambiado, a mis ojos, de aspecto ni de color. Hice una prueba. Me alejé del lugar donde había encontrado el hongo dorado y me detuve junto a un grupo de arbustos de encina. Volví a dirigir la vista hacia el monte, en la misma dirección que lo había hecho antes. Lo que vi, no me sorprendió, todo había vuelto a la normalidad cromática.

Volví al lugar donde había catado el hongo, miré, y de nuevo se presentó a mis ojos aquel prodigio cromático de rojos y dorados, y aquel baile colorista de los insectos a través de las hojas translúcidas de las viñas.

Pensé enseguida que todo se debía a algún efecto alucinógeno de la mínima porción del hongo que había comido. Pero, si era así, ¿porqué ese efecto era selectivo, de modo que no afectaba a la apariencia de las encinas?, y sobre todo, ¿porque al alejarme de aquel lugar y situarme en las encinas desaparecía ese efecto?

Varias veces repetí la prueba, siempre con el mismo resultado. Unas voces que venían de mas arriba del monte me distrajeron de mis cavilaciones. Mi familia venía, monte abajo, cargaban con una cesta y decían, a gritos, hemos encontrado!, hemos encontrado!.

Cuando nos encontramos en el lugar donde los esperaba, me mostraron su cosecha, una docena de lactarius deliciosus, algunos naranja y otros rojos. Les conté lo que había visto y me contestaron, incrédulos,-- cada uno ve lo que quiere ver. ¿Cuantos has cogido tu? Me avergonzó decirles que mientras ellos buscaban hongos comestibles, yo me había entretenido con el hongo alucinógeno. Les dije,-- por aquí no hay ninguno.

Ya en casa, hice unos mejillones al vapor, reservé su jugo que añadí, antes de reducirla, a una salsa de tomate, con ajo y perejil; limpié de tierra con un paño seco los hongos comestibles, troceé los mas grandes y los sofreí con ajos; añadí los hongos y los mejillones desprovistos de una de sus cáscaras al tomate, y rememoramos así un plato de mi infancia, que servía un bracero retirado, al que llamaban El Boniquet, en su viejo barracón de la antigua playa de Nazaret, en Heliópolis, cuando aún era un popular lugar de esparcimiento. Dicen que la van a regenerar para que vuelva a serlo. Estaría bien que así fuera.

Lohengrin. 28-10-07.

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