miércoles, 24 de octubre de 2007

MANUALES

Su oído, antes de transmitir la información a su cerebro, retuvo en sus laberintos el fragmento de Carmina Burana que emitía el despertador electrónico. La voz de la Callas rebotaba por su pabellón auricular intentando prolongar ese placer auditivo, antes aun de que sus neuronas recibieran la orden de despertar.

Abrió los ojos al reconocer ese pasaje operístico que había elegido la noche anterior para despertarse. Respiró profundamente, llenó sus pulmones de aire hasta el límite de su capacidad y reconoció una sensación de serena alegría. Estaba vivo.

Miró por la ventana. Era un día claro. Los árboles del patio del viejo cuartel, cuyas ramas apenas se movían con la ligera brisa, acogían la algarabía de los estorninos que se cobijaban en ellos a centenares. Se incorporó, se sentó al borde de la cama y disfrutó al comprobar que sus extremidades respondían perfectamente, que podía moverse sin ayuda.

Fue a la cocina, cargó la cafetera y cuando el aroma del café se expandió por toda la casa, inspiró despacio, anticipando el placer que esa bebida mágica le iba a proporcionar, con solo poner un poco de agua en el recipiente, un par de cucharadas del estimulante producto, encender el fuego y esperar apenas un momento la ebullición del agua y la acción del vapor.

Tomó el café sin prisas, degustando cada sorbo, acompañado de una tostada con aceite y luego se fue al baño. Abrió el grifo del agua caliente de la ducha y dejó que el vapor de agua empañara los espejos del baño. Se sintió a gusto envuelto en la cálida atmósfera del vapor y percibió lo agradable que era la sensación de disponer de agua caliente para la ducha matinal.

Se puso bajo el chorro del agua templada y un espasmo placentero recorrió su piel, estimulada por la temperatura y la presión del agua de la ducha. Permaneció unos minutos sin enjabonarse, en un estado de flotación inconsciente, ajeno a cualquier sensación que pudiera distraerle de ese estado placentero. Luego se enjabonó, con un poco de gel, se aclaró y, a tientas, cogió el albornoz que había dejado sobre una banqueta.

Se secó enérgicamente con la toalla. Aplicó el secador a su cabello, solo para eliminar el exceso de humedad, se cepilló y se colocó un anillo de goma para sujetar la incipiente coleta que usaba para recoger su cabello, excesivamente crecido desde que decidió prescindir del servicio de peluquería. Se mostró contento al sentirse limpio, recién duchado. No solo estaba vivo, además, se movía sin ayuda, podía prepararse el mismo el café, y estaba limpio.

Bajó a por el periódico. En el quiosco, sobre unos atriles fijados a la pared, había un gran número de periódicos diferentes. Uno podía elegir los que quisiera, según sus afinidades o curiosidades. Recordó los tiempos en que la prensa no era libre, y se felicitó por vivir en un tiempo en el que cada cual podía escribir y leer con entera libertad lo que quisiera.

Volvió con el periódico a casa. Estaba recordando lo fácil que era alcanzar la felicidad siguiendo los consejos del manual de autoayuda que había comprado en la FNAC unos días antes, cuando coincidió con su vecina, uno ochenta de estatura, un cuerpo espectacular, un aire inteligente, culto y deportivo a la vez, y un deje irónico en la voz, cuando se dirigió a el para saludarle, en tono de guasa. No supo que contestarle.

El manual solo hablaba de la felicidad de las cosas pequeñas.

Lohengrin. 24-10-07.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comentarios