He bajado al Maravillas, con manga larga, porque esta noche un viento huracanado que no era de Poniente ha golpeado las fallebas -–Como diría Millás, ¿Que coño quiere decir fallebas?-- de las ventanas de la habitación donde últimamente duermo bastante bien, sumando ese golpeteo intermitente al tic tac del reloj --hasta que lo he tirado por la ventana-- y al choque del estore contra el ventanal del cuarto de baño, todos ellos signos de un día otoñal.
Puede parecer que he dormido mal, debido a esa acumulación de actividad acústica nocturna. No es así. He dormido como un tronco. Lo que pasa es que, entre los escombros del sueño, he encontrado al despertar esta mañana esos restos sonoros que han puesto música de fondo a las imágenes soñadas, en las que me he visto en la nueva estación del Ave, aún no construida, despidiendo desde el andén el tren del estío, que parte hacia otras latitudes lleno de señoras con muslos morenos, ombligos con piercing, espaldas descubiertas hasta las nalgas, y otras desnudeces estacionales que nos abandonan junto al bochorno del que tanto hemos abominado.
Es lo que pasa cuando reniegas de algo, en este caso del bochorno, apenas te abandona ya lo estás echando de menos, y eso no tiene nada que ver con el bochorno, sino con nuestra condición de animales insatisfechos.
El otoño astronómico, que aún no ha comenzado, es la estación del año declinante, sobre todo, por el menor aporte de luz solar a las tardes cotidianas, que se acortan rápidamente como un tejido que encoge al lavarlo, también por el aspecto que toman las plantas, que sufren esa misma disminución en su dieta de luz.
Ese proceso por el que declina la vida vegetal produce en las vides una auténtica orgía de colores, cuando la planta, hastiada de ser útil, despojada del fruto que este año no se sabe quien va a comprar, deviene en una manifestación de belleza visual. Absolutamente inútil desde el punto de vista utilitario de quienes la cultivan, esa belleza es para algunos un sofisticado manjar visual que solo se puede disfrutar en la temporada, como los erizos de mar.
La vida salina, de aromas marinos y cremas solares se escurre gota a gota entre las celdillas del calendario y se acerca el tiempo de la jalea real , de los complejos vitaminados, las vacunas y otras muletas con las que muchos se preparan para los cambios estacionales.
Yo mismo voy a tomar dos cajas de jalea real vitaminada, porque el bodrio que escribí anoche, 'La vida de otro' no alcanza el mínimo exigible para su vuelco en el Blog, y permanecerá en los archivos de OpenOffice, en completa oscuridad, hasta que se pudra. No vuelvo a escribir de noche hasta que me haya tomado las dos cajas de jalea.
Otoño. Nos abandonan los muslos morenos, los ombligos con piercing, las espaldas desnudas hasta las nalgas, pero queda el código de colores. Ese lenguaje mudo con el que cada uno/una expresa su erotismo latente. Esos colores que actúan como semáforos, a veces con una elocuencia mayor que los tonos morenos de la piel.
He bajado al Maravillas con manga larga. Una prenda de punto, de un color rojo infierno, como un semáforo. Después de tomar un café con leche y un zumo de zanahorias con naranja, al regreso, mientras introducía la llave en la cerradura del portal, de espaldas a la acera, he notado la presencia de una mujer vestida de amarillo pálido que me miraba con una intensidad poco común.
El rojo y el amarillo, son complementarios. Como algunas personas. Como la vida misma. Son los colores básicos de las vides declinantes, y también son mensajes mudos de quienes sustituyen las desnudeces por los colores, como un modo de expresar su erotismo latente.
En fin. Otoño. Mucho mejor que 'La vida de otro', no hay color.
LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 5-09-09.
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