En un cuaderno escolar encontrado en una vieja caja de cartón, aparecen las notas de un viaje a Lisboa realizado en fecha indeterminada. Como he perdido el Blog, extraviado por una operación incorrecta la última vez que accedí a el, entretengo el ocio con el relato de ese viaje, que publicaré en el Blog cuando lo haya recuperado, por si fuera de interés para los usuarios que piensen visitar esa mítica ciudad.
Antes de iniciar el viaje, me comunicaron desde la central del grupo de empresas dedicadas a la electrónica industrial para el que trabajaba por entonces, que no iban a renovar mi contrato. No me sorprendió, porque cuando me contrataron, cuatro años antes, yo ya sabía que no iba a permanecer en ese empleo mas allá de ese horizonte temporal. Cuando le dije a mi jefe de Madrid, --Mándame el finiquito enseguida, que me voy de viaje a Lisboa, y no quiero dejar nada pendiente-- se sorprendió y antes de mi partida me mandó a los auditores, porque en esa empresa todos vivían acojonados y no entendían que uno se pusiera contento cuando lo despedían. Cumplido el trámite de la auditoria, cuyos resultados demostraron que mi contento por marcharme no se debía a que hubiera cometido una malversación de fondos y pensara fugarme con el botín, pillé la pasta del finiquito y tomé, junto a mi mujer y mis amigos, el Lusitania Exprés.
“Entramos en el Alentejo, dejamos atrás Evora y a medida que nos aproximamos a la costa, una bruma atlántica cubre de gris los verdes campos cubiertos de alcornocales entre los que pastan las ovejas. Los sonidos rurales se rompen con el fragor de la locomotora del Lusitania Exprés y, en la lejanía, el eco del ladrido nervioso de un perro que conduce el rebaño, es el primer saludo que nos da la bienvenida a las tierras lisboetas.
Cerca de Palmela, dejamos el expreso para alquilar un coche y entrar en Lisboa por la autopista del sur. No queremos perdernos la experiencia de cruzar por primera vez la ría del Tajo cabalgando sobre el puente colgante y contemplar la ciudad extendida sobre la ribera, desde Belém hasta Alfama, como una mujer dormida, ajena al caos urbano que se cierne s sus espaldas, al otro lado de las colinas que dominan la ría.
En la ladera mas occidental de la colina, se asientan las favelas con sus casas multicolores de madera y cartón, mientras en la lejanía asoma la verticalidad funcional de las torres del centro comercial y financiero, con sus fachadas grises y negras brillando al sol de la tarde. Algunas cigüeñas se asientan en las cúpulas de las torres de los palacios decimonónicos, del Panteón y de las Iglesias de los barrios mas elevados de la ciudad.
En el lado oriental de la ciudad, la luz de la tarde ilumina la aglomeración ocre de la parte alta de Alfama, cuyas callejas se acumulan hasta las proximidades del Puerto, en un laberinto de casas maltratadas por la herrumbre que muestran una apariencia trasteverina, pero el sol que dora sus fachadas le da al barrio un aire florentino, porque el sol sale para todos y su pátina dorada es generosa y no distingue entre ricos y pobres.
Está próxima la hora de comienzo del partido y algo mas de la mitad de los portugueses aficionados al fútbol intentan cruzar el puente al mismo tiempo que nosotros, para ver jugar al Benfica frente al Milán, porque precisamente ahora, cuando llegamos nosotros, están a punto de disputarse los cuartos de final de la copa europea de fútbol.
En el peaje, el atasco alcanza proporciones olímpicas y después de una hora de espera, conseguimos cruzar el Tajo y luego de un buen rato llegamos a la Plaza del Marqués de Pombal. El Hotel en el que nos alojaremos en nuestra breve estancia en Lisboa es el Holiday Inn, en la avenida de Antonio Almeida, cerca de Plaza Saldanha. Llevamos unos bonos de hotel sobrados de un viaje anterior, y esa es la razón por la que hemos elegido el Holiday, que está en la lista que nos permite pernoctar allí con esos bonos.
Como unos pardillos, en lugar de dirigirnos a Saldanha, preguntamos por el hotel a un guardia local quien, en un esfuerzo de atención, con la característica cortesía portuguesa, pregunta a un compañero, quien a su vez, nos envía en dirección contraria, cerca del Aeropuerto, porque allí hay otro hotel Holiday Inn, pero no es el nuestro.
Aclarado el error, deshacemos el camino desde el Aeropuerto hasta Saldanha y una vez instalados en el hotel, después de una ducha rápida, nos cambiamos y bajamos, impacientes, a conocer Lisboa.
Hay dos Lisboas. La que quedó destruida y enterrada entre las fisuras que provocó el terremoto de 1.755, y la que el Marqués de Pombal reedificó sobre aquellas ruinas, con gran provecho para su bolsillo, en una operación especulativa de una dimensión tan enorme, que deja pequeñas las aventuras inmobiliarias acaecidas en el suelo ibérico en los últimos años. Cuando visitamos la Catedral, comprobamos que era un rara síntesis de esas dos ciudades, pues en ella subsiste aún el testimonio arquitectónico de aquella gran catástrofe, junto con las parsimoniosas obras nuevas que se han dedicado a su restauración.
La Plaza del Rossío es un espacio de la ciudad cercano al puerto, que tiene la rara virtud de hacer que te sientas tan a gusto en su entorno, que no puedes evitar dejar morir allí dos horas. Sentados junto a un velador, mientras nos dedicamos a contemplar como transcurre la vida lisboeta, la cercana figura de bronce, tan literaria, de Pessoa, monta su guardia en el lugar que tantas veces frecuentó mientras rellenaba sus cuartillas que luego sirvieron para componer su “Libro del desasosiego”.
Mientras tomamos un daiquiri, planeamos las etapas de este breve viaje urbano. Visitaremos Alfama y El Chiado, vagabundearemos por el puerto, comeremos bacalao dourado en alguna de esas tabernas marineras que exponen los bacalaos en los escaparates. Dedicaremos un tiempo a los monumentos lisboetas, habitados por esa cerámica azul tan característica, y nos acercaremos hasta Cascaes, Estoril y Sintra.
En Lisboa, el tiempo transcurre de una manera distinta a como lo hace en otros lugares.
Paseas por su centro comercial y financiero y te sorprende ver tras las lunas de los escaparates, expuesto como si fuera un modelo de alta costura, con toda clase de artificios decorativos, el rey de la gastronomía portuguesa, el bacalao. Nada que ver con las tabernas cutres de Alfama, donde ese pescado aparece del modo mas humilde que se pueda imaginar. No tiene nada de raro que un país abierto al mar haya hecho de ese pescado el rey de su jerarquía gastronómica, y que aparezca, omnipresente, en todos los barrios, en Alfama , en el Chiado, en las boutiques mas chics y en los tugurios mas cutres. Mas raro es que, en Calatayud, una ciudad interior de Aragón, el congrio seco esté presente, colgado a la vista del público, en todos los comercios de alimentación del lugar.
Para mi mala fortuna, el día en que decidí probar el bacalao dourado en un restaurante lisboeta, me excedí en la cantidad, y esa amalgama de bacalao desmigado, huevos y aceite, me produjo tal diarrea que al día siguiente de haberlo ingerido no pude salir del hotel, porque mi maltrecho estado intestinal me lo impidió de manera recurrente, cada vez que lo intenté.
Cuando por fin pudimos dejar la habitación y nos marchamos a Sintra, después de visitar el palacio de la peña, una recaída en mis espasmos intestinales me obligó a dejar huella de mi paso, sin tiempo para encontrar un lugar mas adecuado, tras un seto del hermoso jardín que rodea el palacio, que dicen que sirvió de modelo al que Disney recreó en su primer parque temático. El interior del palacio está decorado como si su dueño, un aristócrata portugués de carrillos colorados, fuera a llegar de un momento a otro. La mesa puesta, con su vajilla de porcelana, su cubertería de plata y su cristalería checa. Las camas de las habitaciones principescas estaban preparadas, aunque la amiga que nos acompañaba se negó a probar conmigo si el colchón era bastante mullido, ante la mirada de desaprobación del empleado que nos vigilaba, vestido como si fuera un almirante de la armada portuguesa. La arquitectura palaciega de Sintra es un capricho de rico, un recinto regio de cuento de hadas que casa poco con el aire vulgar y rural de su dueño.
De Sintra nos trasladamos a Estoril, ese lugar tan visitado por los reyes en el exilio. No jugamos en el casino. A la vuelta, nos detuvimos en Cascaes, una localidad turística cercana a Lisboa, donde tomamos una cerveza en un bar, a un precio exorbitante, pero, eso si, nos regalaron unos ceniceros de cerámica, incluidos en el astronómico precio. Dicen que Portugal es barato, puede que lo sea en algunos lugares, pero en Cascaes, esa afirmación es mas bien un mito. En Lisboa cenamos muy bien a un precio razonable, en una tabernita cercana al hotel.
Dedicamos la mañana del día siguiente a pasear por el Chiado, subir en su famoso elevador, tomar el tranvía para visitar el Panteón, callejear por Alfama, dar un vistazo a las calles peatonales cercanas al puerto y recalar de nuevo en la plaza del Rossío, el lugar en el que mas a gusto me he encontrado, de cualquiera de los sitios que he visitado en mi relativamente variada experiencia viajera. No se lo pierdan.
Lisboa es, entre otras cosas, una populosa ciudad cuyo distrito albergaba dos millones de habitantes
cuando la visitamos. Su carácter de ciudad imperial marítima aún conserva la monumentalidad característica de los países que han tenido ambiciones imperiales y han dominado extensos y lejanos territorios. La influencia inglesa está muy presente en esta ciudad, en sus horarios, en sus comercios, porque, probablemente, la vecindad del poder español siempre ha creado desconfianza entre los portugueses, que han buscado sus alianzas y sus influencias culturales en otra parte.
La vuelta la haremos en coche, en un Rover 620 que nos han prestado y al pasar por Cáceres, nos detendremos para comprar una torta del Casar y unas criadillas de la huerta, conoceremos su bien conservado centro histórico, después visitaremos Mérida y su museo, que contiene la mas completa colección de mosaicos romanos, pararemos en Tordesillas y, probablemente, mientras tomamos un café en su plaza mayor, acudirá a nuestro ánimo un hondo sentimiento de nostalgia por haber estado en Lisboa y no haber permanecido allí mas tiempo, pues es una de esas ciudades de fuerte personalidad, edificada a diferentes niveles, con una variedad urbana y paisajistica muy notable y al mismo tiempo con un ambiente tan interesante, unas gentes tan amables, y unas plazas tan tranquilas y al mismo tiempo tan cosmopolitas, que el tiempo del viaje transcurre aquí de una manera distinta a como lo hace en otros lugares.
Cumplido el programa de la parte portuguesa de nuestro breve viaje, Lisboa, Cascaes, Estoril y Sintra, montamos en el flamante Rover 620 que nos han prestado y nos encaminamos hacia Cáceres, para visitar, sobre todo, su centro histórico. Pero, esa, es otra historia.”
LOHENGRIN. (CIBERLOHENGRIN.COM) 22-03-09.
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